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La inmigración se ha convertido en una cuestión perentoria de la filosofía moral debido al incremento de sus flujos y a su carácter sistémico en la globalización. Esos flujos humanos son una excepcionalidad que reta al derecho positivo y sonroja a los Estados. Precisamente fue ... al inicio de los 80, cuando empezó a crecer este interés filosófico por la inmigración, que mayoritariamente defiende alguna forma de cosmopolitismo desde los derechos humanos, el contractualismo o el utilitarismo. Por eso sus planteamientos carecen de realismo y se escoran del lado del ideal, lo que limita su proyección jurídico-política.
El cosmopolitismo ideal tiene la razón porque los inmigrantes son seres humanos. Además, en nuestro mundo global, le avalan muy buenos argumentos económicos y civilizatorios. Pero no debería de perder de vista los argumentos en su contra, que proceden de los problemas de integración social, inherentes a la magnitud de los flujos migratorios, ni olvidar una de las enseñanzas capitales de la Política de Aristóteles, a saber, 'Ser humano es el ciudadano'. Pues en el Estado es donde hay civilización, industria y comercio, donde el animal humano se educa, recibe su lengua y su identidad sociocultural, y se forma profesionalmente.
El ideal es sin duda que el inmigrante tenga garantizados los derechos humanos. Pero el cosmopolitismo tiene que replantearse de manera realista, es decir, desde el Estado y para el reconocimiento de esos derechos en el ordenamiento jurídico.
Un cosmopolitismo realista piensa la inmigración desde la presente situación histórica, es decir, desde la red mundial de mercados ubicados en territorios de Estados soberanos. Sopesa por consiguiente en su argumentación, que las migraciones parten de territorios de Estados fallidos, donde las mafias campan por sus fueros, y llegan a territorios de Estados prósperos, que garantizan a sus ciudadanos el cumplimiento de la ley y el orden. Pues estos poderes económicos y políticos son tan insoslayables como las fuerzas físicas.
En su artículo, 'Philosophical Foundations of Immigration Law' (2023), Jeremy Waldron pretende mostrar la ambigüedad de la conocida tesis de Michael Walzer: los Estados casi por definición tienen el derecho y el deber de controlar sus fronteras. Más aún, propone sustituirla por la visión utilitarista de Henry Sidwick, según la cual, el Estado tiene derecho a mantener el orden en su territorio, pero no es soberano, ni está legitimado para controlar sus fronteras y decidir quién lo habita. Waldron pone como ejemplo cualquier Estado miembro de EE. UU., que no controla sus fronteras, sino el orden dentro de ellas. Ahora bien, si el Estado federal no controlase sus fronteras, ¿Podrían sus Estados miembros mantener el orden en su territorio? El cosmopolitismo de Waldron no es realista.
Incluso en Estados con una legislación garantista en la materia, la intensidad de los flujos migratorios produce crisis tales, que sólo se pueden resolver mediante políticas estatales operativas y de largo alcance. La crisis migratoria en Canarias o Ceuta, por ejemplo, requiere una política de este tipo que controle fronteras, y revierta y distribuya adecuadamente la inmigración. Semejante política estatal entraña una política interior basada en amplios consensos parlamentarios, en la colaboración entre el Gobierno, las comunidades autónomas y los ayuntamientos, etc.; y una política exterior de colaboración con los Estados donde operan las mafias y nacen los flujos migratorios.
Pues bien, un día después de conocerse el no de la oposición a la reforma de la ley de extranjería, el 22 de julio, la ministra Elma Saiz informó a los consejeros autonómicos del Plan Operativo del Gobierno para controlar la inmigración y les presentó un borrador del nuevo Reglamento de la Ley de Extranjería, solicitando para su desarrollo la colaboración de sus comunidades. Sin disponer de una política migratoria de Estado operativa, Pedro Sánchez visitó un mes después los países de procedencia de los flujos migratorios que saturan Canarias. En Nuakchot, habló a lo jefe de Estado de inversiones millonarias y de la puesta en marcha de un programa de «inmigración circular»; defendió el control de fronteras y la lucha contra las mafias en Banjul, donde actúa un destacamento de la Guardia Civil y de la Policía Nacional; y, en el Instituto Cervantes de Dakar, presentó una iniciativa de cooperación para el desarrollo, 'Alianza África Avanza'. Pero las buenas intenciones y las campañas de imagen en los medios afines no resuelven las crisis migratorias.
Toda política migratoria exterior supone una política de Estado en la materia. Y no está en condiciones de consensuar y desarrollar una política semejante, un gobierno funambulista que, con sus concesiones inviables al independentismo catalán, ha confrontado las autonomías de su proyecto soberanista con el resto de las autonomías del Estado; y que ha dinamitado de nuevo con el caso Escrivá la colaboración posible con la oposición.
Por desgracia, la inmigración levanta pasiones políticas y es terreno abonado para la demagogia fácil de gobiernos que descargan su responsabilidad en los otros y encubren su incapacidad política con actuaciones mediáticas.
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