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El 26 de noviembre de 1984 Jürgen Habermas leía en el Congreso español su conferencia 'El fin de una utopía', que no era otra sino la marxista solidificada en el pasado «en torno a la sociedad del trabajo». Íbamos a cumplir entonces un año de ... normalidad democrática, y el filósofo social frankfurtiano indicaba al legislativo español el camino de su pensamiento: «Los acentos utópicos se desplazan del concepto de trabajo al concepto de comunicación». Acababa de publicar materiales complementarios de su potente 'Teoría de la acción comunicativa' (1981), que no tuvo sin embargo buena acogida entre nuestros filósofos morales y del derecho, por considerar, aquellos que era poco utópica, y estos que lo era en demasía. Peor aún, su fundamentación del consensus iuris democrático desde la teoría de la acción comunicativa, expuesta en 'Facticidad [comunicativa] y validez [jurídico-política]' (1992), apenas tuvo acogida y pasó sin pena ni gloria entre nuestros constitucionalistas.
La idea habermasiana de patriotismo constitucional, en cambio, se fue convirtiendo en un tópico conservador de la Constitución del 78 frente al disenso creciente en la segunda mitad de los 90. El abuso y descalificación de esta idea, llevó al propio Habermas a confesar en una entrevista para El País: «No puedo imaginarme que el patriotismo constitucional sea una idea de derechas» (2003). Este mismo año, precisamente, se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, entre otras cosas, por sus propuestas prácticas «para el impulso de la democracia presente y futura». Habermas (1929) pasó entonces a reposar en nuestro Panteón de filósofos contemporáneos como un clásico prematuro: el filósofo de la utopía de la comunicación y del consenso como fuente de legitimidad democrática.
20 años después, tiene algo de espectral recordarle en nuestra vida política, convulsionada por la anormalidad democrática de una amnistía, promovida desde el poder por un ejecutivo provisional que por ese medio ha conseguido reeditarse. Nos ayudará a entender, sin embargo, que sólo un positivismo anacrónico puede confundir la decisión soberana de hacer una 'amnistía' con la 'ley de amnistía' que la desarrolla positivamente.
Nuestra Constitución no prevé, ni regula una nueva amnistía, por lo que se impone distinguir entre ésta, que es a-legal por carecer de referente jurídico positivo, y su desarrollo jurídico en una ley de amnistía, que será legal, si no contraviene la Constitución, en particular los derechos fundamentales recogidos en su título primero. La amnistía, en cambio, sólo puede ser calificada como legítima o ilegítima desde criterios de racionalidad jurídica. La legitimidad de una amnistía depende de la voluntad que la decide y realiza jurídico-políticamente: sólo la voluntad del soberano, que se manifiesta en el consenso político, está legitimada para decidirla. No cabe hablar por consiguiente de una amnistía legítima, si no existe un consenso razonablemente amplio de la ciudadanía y de sus representantes políticos que deciden caminar juntos hacia un futuro común.
Un modelo indisputable de amnistía legítima fue la que dio lugar a la ley de amnistía 46/1977, pues no sólo gozó de un amplísimo apoyo por parte de la ciudadanía y de las fuerzas políticas, sino que fue promovida por los partidos de la oposición al franquismo –PSOE, PNV y otros entonces legalizados– no desde la UCD, que se sumó al proceso. El consenso como criterio formal, sostuvo al criterio material de oportunidad y conveniencia en una sociedad española que salía del régimen franquista y aspiraba en común a un orden democrático.
Podría darse ciertamente una amnistía ilegítima, promovida desde el poder ejecutivo por motivos partidistas de oportunidad y conveniencia, que entre en vigor por cauces legales. Tendríamos entonces una ley de amnistía legal pero ilegítima. Tal será el caso, por ejemplo, de la Ley de Amnistía promovida en el presente por el PSOE, con el apoyo de los partidos soberanistas y paleo-republicanos, si es aprobada por el Parlamento y supera las previsibles denuncias de inconstitucionalidad, que pondrán los partidos de la oposición y las plataformas ciudadanas ante el Tribunal Constitucional español y ante el Tribunal de Estrasburgo como última instancia. Pues, no cabe duda de que esta amnistía carece del consenso necesario, contraría sentencias y procesos judiciales firmes, y lejos de integrar y pacificar a la ciudadanía española, la escinde, exaspera y confronta. ¿No evidencian esto las manifestaciones habidas y por haber, o las controvertidas declaraciones de unos y otros, en particular las disgregadoras de los soberanistas?
Me parece por ello oportuno convocar al filósofo del consenso inspirador de nuestra Transición, aunque sea como convidado de piedra, cuando el ejecutivo español ha olvidado sin rubor que el modélico consenso legitimador de la Ley de Amnistía 46/1977 fue algo toto coelo distinto del desacuerdo, el partidismo y la confrontación que deslegitiman su proyecto de Ley de Amnistía de 2023. Cuando este ejecutivo ha retomado además su presión intolerable sobre el poder judicial, sin tomar en consideración que buena parte de los ciudadanos, comprometidos con su arco democrático, sienten con certeza creciente que no es legítimo, ni les representa.
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