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Ya no creemos en el progreso ni en la ecuación que equipara desarrollo científico y económico-tecnológico con perfeccionamiento de la humanidad y superioridad civilizatoria. ... Nos despertó de este sueño ilustrado la terrible pesadilla de explotación del medio ambiente y de los seres humanos, que lo acompaña desde la primera revolución industrial y alcanza situaciones límite hoy. Pero seguimos creyendo que progresamos al menos en conciencia de los derechos de la humanidad y sus valores, que se extienden ahora a la ecología y el pacifismo, a los derechos de género y las reivindicaciones raciales y postcoloniales, etc. Capitaliza socialmente esa conciencia utópica una élite activista e intelectual, que desde esa creencia se inviste de autoridad moral y erige en su valedora, como si administrara una suerte de culto de la humanidad, que mantiene viva su llama. Son los progresistas.
En nuestras sociedades postindustriales, tan deshumanizadas, necesitamos esa llama viva y los logros sociales, que procuran los progresistas desde sus organizaciones y cátedras académicas o mundanas. Pero no conviene confundirlos con los radicales de izquierda y las imposiciones políticas, con que pretenden realizar la utopía progresista, suponiendo erróneamente, que los sistemas sociales son transformables de golpe, y que sus leyes históricas, lejos de ser inexorables, como las naturales, están sometidas a la indiscreta decisión del revolucionario de turno.
Nuestras democracias reconocen las libertades políticas de los ciudadanos, por lo que admiten fuerzas políticas de todo signo, siempre que actúen de manera pacífica y dentro de la ley. En cambio, el Estado democrático no convence ni a los progresistas, ni a la izquierda radical, que aspira más bien a conquistarlo y convertirlo en una auténtica democracia, con atributo. Tal vez, este radicalismo nace en los viejos marxistas de su nostalgia del socialismo real perdido, y en los más jóvenes de la demencia propia del utopista que ignora el pasado.
A veces, los progresistas olvidan su condición e intervienen en política, como lo hizo Platón en Siracusa, es decir, de manera fugaz y para realizar la utopía en una revolución desde arriba. Pero la política es el arte de lo posible y las transformaciones profundas son revolucionarias, como explica Aristóteles en el libro IV de su clásico sobre la materia: «No sólo se debe considerar el mejor régimen, sino también el posible, e igualmente el más fácil y el más accesible a cualquier Estado... en la idea de que no es tarea menor reformar un régimen que organizarlo desde el principio».
En esta legislatura un mirlo blanco staywoke del progresismo, Elisabeth Duval, entró en la dirección de Sumar para asumir su responsabilidad política de manera independiente y en sentido fuerte, es decir, para «hacerse cargo de la transformación social, de la producción de un horizonte», en nuestra «democracia de mínimos». Y con esa coalición electoral es parte del gobierno «progresista», formado por el sanchismo con fragmentos de la izquierda radical y socios soberanistas.
En democracia, sin embargo, la expresión «gobierno progresista» suele ser un oxímoron, pues el gobernante tiene que atender a los requerimientos del Estado. Y hasta el «político progresista» naufraga en un mar de paradojas, cuando los requerimientos de la coyuntura política burlan las exigencias de la conciencia utópica. Reclamando la paz incondicional en Ucrania, por ejemplo, el pacifista apoya la invasión rusa y los intereses económicos estadounidenses, como oponiéndose a la inversión europea en defensa, en realidad toma partido por el imperialismo ruso en Europa.
En efecto, los pactos Trump-Putin y la imposición a Ucrania de un proceso de paz sin garantías han puesto en evidencia la débil posición geopolítica de la Unión Europea. No ha tardado por eso en reaccionar su Comisión ejecutiva, requiriendo la participación de los Estados miembros en un ambicioso proyecto de defensa común, que de prosperar supondrá un paso decisivo a la unión política. Pues esta resultará del avance de esos Estados miembros en su confederación o no se producirá, con el declive consiguiente del mercado común europeo.
Esta exigencia de la hora de Europa, que sería de necios tomarse en broma, empieza a sacar de la política a los progresistas y a retratar al demagogo y su «progresista» gobierno. Recientemente, el gran fichaje de Sumar, Duval, renunciaba a seguir en las listas de esa coalición radical para volver a lo que siempre había hecho en su progresista república de las letras. Por su parte, Unidas Podemos calificó de Señor de la Guerra al «progresista» que preside el gobierno de España.
Los ciudadanos asistimos con hastío y preocupación al lamentable espectáculo que ofrecen el gobierno y sus socios en estos momentos decisivos. ¿A qué esperan? De su mano, el oxímoron «gobierno progresista» ha dado en significar dominio de un demagogo que rapta una democracia, la paraliza y sume en una crisis política e institucional sin precedentes, para mayor gloria propia y beneficio de su facción.
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