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Es doctrina compartida por el pensamiento liberal y el socialdemócrata que libertad, igualdad y fraternidad son los valores supuestos por el buen funcionamiento de nuestras ... democracias. Libertad e igualdad dan sentido a las dos tendencias políticas opuestas y rectoras del sistema democrático, mientras la fraternidad cohesiona las relaciones ciudadanas mediante el sentido de copertenencia, una base de creencias y valores compartidos, y la solidaridad ciudadana.
Precisamente el plano democrático es elíptico, porque así lo delimitan esas dos tendencias que se generan y restringen desde dos focos distintos y contrapuestos. La elipse democrática se sustancia en el Parlamento y en la opinión pública, porque el foco-libertad y el foco-igualdad limitan mutuamente sus tendencias respectivas, aquella aristocrática y esta igualitaria. En el plano elíptico de la democracia, el valor fraternidad vincula a la ciudadanía con un 'ordo amoris' de simpatía y solidaridad, del que surge el acuerdo jurídico-político fundamental del sistema, denominado por Hannah Arendt 'consensus iuris'.
Los focos del plano democrático se substancian en las fuerzas hegemónicas del sistema de partidos. El foco-libertad lo personifica una fuerza política liberal, que niega la existencia de derechos naturales y defiende el mérito y los derechos adquiridos. Este partido se inclina a poner la política al servicio del dinamismo económico, a no regular y promover el sector privado, a reducir los impuestos y privatizar los servicios públicos, a las políticas realistas en materia de fronteras, defensa e inmigración, etc.
Por su parte, el foco-igualdad lo encarna un partido igualitario, que promueve la igualdad social y sus derechos. Este partido tiende a poner la política por delante de la economía, a engordar el sector público e intervenir y regular el sector privado, a incrementar los impuestos y subvencionar a la 'mayoría social', a descuidar el orden público y la defensa, al cosmopolitismo utópico en materia de inmigración y 'ecología', etc.
El bipartidismo es pues el sistema de partidos que genera el plano democrático, no así el monopartidismo que proyecta un plano circular totalizador. Pero tampoco lo es un sistema bipartidista, en el que un partido hegemónico polariza la vida política con otros partidos minoritarios, pues subvierte de facto la elipse.
En efecto, si uno de los dos focos neutraliza al opuesto, se produce una polarización, que quebranta además la corriente de afecto y mutuo entendimiento político. Cuando el foco-libertad se radicaliza y anula al foco-igualdad, se proyecta un plano circular elitista; en cambio, la radicalización del foco-igualdad, que anula al foco-libertad, genera un plano circular demagógico. Ni uno ni otro son democráticos.
En estas derivas demagógicas o elitistas de la democracia no es posible legislar ni desarrollar políticas de Estado estables y de largo alcance, que suponen la moderación y los acuerdos entre los partidos hegemónicos. Menos aún afrontar grandes proyectos de reforma del Estado, por ejemplo, que requieren de un amplio consenso ciudadano, no sólo en la opinión pública, sino también entre los partidos focales en la actividad parlamentaria.
Los partidos hegemónicos no son obviamente las únicas fuerzas del sistema democrático, del que forman parte también partidos radicales a la derecha del partido liberal y a la izquierda del partido igualitario. Además, en un Estado autonómico, con gobierno y administración propia, surgen partidos regionales, que reproducen sui generis la elipse democrática en los parlamentos autonómicos.
Más aún, en democracia suelen tolerarse partidos antisistema no violentos, pero enfrentados con el bipartidismo, que tensan y amenazan el equilibrio de fuerza entre los dos partidos focales. Este es el caso, por un lado, de los partidos radicales de izquierda o de derecha, que pretenden convertir el sistema democrático en algún tipo de utopía totalizadora, como en el pasado lo hicieron los partidos comunistas o fascistas; y, por otro, de los partidos autonómicos soberanistas o secesionistas, que ambicionan la soberanía del territorio estatal que administran.
Cuando el sistema de partidos se fragmenta por la irrupción de partidos radicales de ámbito estatal y la sobredimensión de partidos autonómicos soberanistas, los partidos hegemónicos pueden tener la tentación de abandonar el bipartidismo y seguir una estrategia de focalización de esas fuerzas políticas minoritarias, que neutralice al foco opuesto. Lo que supone una peligrosa sobreactuación política, especialmente, cuando se procede a normalizar esas tendencias antisistema marginales, en lugar de mantenerlas en sus márgenes propios.
Ante el desajuste y la fragmentación del sistema, lo conveniente es más bien que los partidos hegemónicos, lejos de aventurarse a polarizarlo, consensúen una reforma de la ley electoral. Pues adecuar al bipartidismo el tipo de escrutinio y la ley de d´Hondt, que lo traduce en escaños, es la clave para reducir la sobredimensión de las fuerzas minoritarias y con ello la fragmentación. Tal solución es además factible con garantías, si se aborda sobre la base de una modelización prospectiva de los datos procedentes de la historia reciente de los procesos electorales.
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Ana del Castillo
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