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En plena crisis finisecular, Ángel Ganivet publicó sus reflexiones sobre el ser histórico de España en el 'Idearium español' (1897). Procedió aquí con una hermenéutica histórico-psicológica un tanto libre, pero no carente de lógica y datos. Además, se apoyó en conceptos con trayectoria en ... la historiografía francesa, como el de «espace géographique», de Michelet, o el de «milieu», de Taine.
El núcleo de la constitución ideal de una nación es, según Ganivet, el espíritu territorial o tendencia de conservación, que un tipo de territorio infunde en la naturaleza de sus habitantes. Los distintos tipos de territorio, a saber, islas, penínsulas y continentes, producen a su juicio diferentes tendencias territoriales. Estas se modulan además por el tamaño y composición física de su territorio, y por sus relaciones de atracción, oposición o dependencia con los limítrofes.
Sostiene Ganivet que la tendencia territorial de los continentales, sin la protección de barreras geográficas, es de resistencia en sus fronteras, lo que infunde una disposición defensiva. Por su parte, los peninsulares, protegidos por defensas naturales, desarrollarían un espíritu territorial de independencia, que les une y moviliza ante el peligro de una invasión inminente. En fin, el espíritu de los insulares, aislados en su territorio, sería de agresión, cuando la acción se impone.
España es según Ganivet una singular «península-isla», defendida por los Pirineos y el Estrecho. Nuestro espíritu territorial es a su juicio de independencia, y así lo evidenciaría la serie de guerras civiles y contra invasores que colman nuestro pasado. Con todo, nuestra nación se habría creído isla y de ahí quizás sus abundantes derivas históricas. Interpretaba, por eso, que el símbolo de España es el misterio de la Inmaculada Concepción, clave del gran secreto de su historia: «Su espíritu era ajeno a su obra».
Falleció Ganivet prematuramente el año en que España completaba el desplazamiento de su núcleo territorial, iniciado con las pérdidas e independencias americanas, y puesto de manifiesto ya en el caos cantonalista de la primera República. Desde luego su reflexión lo consideró con perspectiva histórica, y nos dejó observaciones luminosas como la siguiente:
«En nuestra historia interior, siendo como es, por desgracia, fertilísima en guerras civiles, no existen tampoco guerras de agresión, sino luchas por la independencia. La unión nace por la paz y en virtud de enlaces o del derecho hereditario; así se unieron Aragón y Cataluña, Castilla y Aragón, España y Portugal. La guerra aparece sólo al separarse; de un lado se combate por la independencia, del otro por conservar la unidad, es decir, la legalidad política establecida; por tanto, no hay agresión».
Hoy los Pirineos y el Estrecho han dejado de ser percibidos como defensas naturales, somos más bien territorio de tránsito y turismo entre el continente europeo y el africano. Difuminadas esas fronteras, el sentimiento común de independencia se ha atrofiado y concentra en las regiones periféricas ricas, transformándose en patriotismo frente a las demás. Somos una península que empieza a ser percibida como territorio continental en disputa.
Con la proclamación e inmediata suspensión de la independencia de la república ficticia de Tabarnia, Albert Boadella ridiculizó el absurdo acontecido en el Parlamento catalán el 10 de octubre del 2017. Su sátira fue certera, pero insuficiente, pues esa trama va en serio, sigue su curso y se extiende al País Vasco y Navarra, donde el monstruo desatado amenaza nuestro orden constitucional. La audacia de quien justifica su ambición desmedida, con planes ocultos de transformación del Estado y su territorio, va de la mano del pretendiente que desde Francia hace campaña por la presidencia de su república catalana.
¿Alguien puede creer que, una vez desgajadas, las ramas de un árbol puedan fundirse en un organismo renovado? Sin duda, fuera del partido hace frío, pero se puede vivir dentro sin colaborar con su tergiversación de las cosas.
Las democracias con división política y contiendas territoriales son frágiles en estos tiempos nuestros de cambio de época, que acumulan acontecimientos políticos. Los protagonizan dictadores autócratas o teócratas y demagogos postdemocráticos, que avanzan a cara descubierta, pero enmascarando con la magia de la comunicación su inmensa conspiración contra el orden actual de las cosas. Unos y otros se necesitan y gustan de conspirar juntos, aunque tengan ambiciones encontradas.
Nuestra democracia necesita por eso espíritu de resistencia en este presente, en que la perspectiva territorial se impone para entender correctamente cualquier tema de actualidad política, desde el poder espiritual de la memoria, hasta el compromiso de nuestra política exterior con el reconocimiento del Estado palestino, pasando por la renovación de CGPJ o los resultados de las elecciones vascas o catalanas.
El punto arquimédico de nuestra resistencia es nuestra Constitución vigente, verdadero pacto territorial, legítimo, legal y funcional, que ordena el orgullo y la arrogancia desmesurados del soberanismo. No carece nuestra Carta Magna, desde luego, de mecanismos efectivos para afrontar con garantías y consenso las reformas políticas demandadas por los tiempos.
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