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España era un país romántico, cuando Saint-Simón reflexionaba sobre la sociedad industrial resaltando la importancia de sus clases productoras. La que fuera primera potencia global, tras una devastadora sucesión de guerras contra Francia, coloniales y civiles, se había convertido en un país depauperado y ... escindido entre el pasado y el futuro.
Fue entonces una élite ilustrada de políticos y funcionarios, profesores y profesionales liberales, la que descifró el destino occidental de la sociedad española e impulsó desde el Estado su modernización. Sus reformas políticas, pese a todos sus defectos, fueron el catalizador necesario de nuestra incorporación al mundo contemporáneo. De hecho, la lengua española ha cubierto de tintes positivos el término 'progresista', con el que designa a personalidades y grupos reformistas con elevado sentido ético e ideas avanzadas e innovadoras.
Durante el primer tercio del siglo XX, parte del progresismo derivó en populismos revolucionarios, como el de Luis Araquistaín, que escarneció a los progresistas de cátedra y funcionariado, herederos del krausismo, acusándoles de abandonar a su suerte a la república ('El pensamiento español contemporáneo', 1949). Así encontramos en nuestra lengua un sinónimo de progresista, 'progresía', teñido de fina ironía que le priva de su carga positiva. Progresía son los pseudo progresistas aburguesados, sin la fuerza innovadora del reformista, ni el violento compromiso del revolucionario.
Pues bien, el cuerpo político español padece desde hace un lustro la metástasis de un movimiento que alardea de 'progresista', pero es una progresía –una suerte de clase política 'neoyuppy', que se apodera y desguaza los Estados, cuando no los precariza y socializa.
Se ha desarrollado este cáncer desde la voluntad de un demagogo, refractaria a toda ética o responsabilidad política, que pudiera poner límites a su querencia inquebrantable de poder. En torno al gran líder, un cinturón de fieles oportunistas traza las estrategias y las negocia, vela por la imagen de la marca y establece las consignas políticas, que un grupo selecto de técnicos arribistas desarrollan desde el gobierno –mientras conviene a sus currículos personales–, o cuando son puestos a tal efecto al frente de instituciones clave de los poderes del Estado. Sucesivas capas de políticos a sueldo y simpatizantes completan ese tumor.
Como el resto de los políticos profesionales, esta progresía vive de la política y se organiza en un partido, que compite como si fuera una empresa en el mercado del voto. La búsqueda del triunfo electoral a toda costa somete de continuo sus actuaciones a dos lógicas: por un lado, el cuidado retórico de su imagen progresista mediante la oportuna difusión de sus relatos en la opinión pública, y, por otro, el diseño estratégico de las relaciones con sus competidores, los otros partidos, mediante una elemental teoría de juegos. Desconoce la autocrítica, si acaso revisa sus estrategias según los sondeos de opinión.
Actúa esa progresía en un sistema, que la elige para cuatro años, reduciendo así sus políticas viables a las consensuadas de Estado o a las progresistas articulables en esos cortos períodos. La ciudadanía espera reformas y mejoras de los servicios públicos, del tejido productivo, del mercado de trabajo, de los precios, de la seguridad ciudadana, etc., mientras ella se bloquea con sus conflictos políticos y sustituye las reformas estructurales, que requieren diálogo social y soluciones técnicas complejas, con paripés y dispendios demagógicos.
Sin haber recibido el mandato de las urnas para ello, esa progresía agita de manera irresponsable conflictos antisistema irresolubles, que la permiten controlar un Parlamento en el que está en minoría. Capitaliza los votos soberanistas, por ejemplo, reconociendo su ilusorio conflicto político, al que se propone dar solución con reformas encubiertas y estériles, basadas en recetas decimonónicas de federalismos, incompatibles con la constitución histórica de España.
Desde el poder político y a costa del erario, esta progresía de los poderes promueve supuestos 'espacios de libertad', otorga derechos sin que se asuman deberes, rellena los abismos, allana las montañas, etc., ante todo para sus clientes y afines. Como si la libertad e igualdad de los consumidores fueran generables desde el poder político. Como si semejante manejo del dinero público no condujera con harta frecuencia a la malversación y el clientelismo.
Se comprende que esa progresía de los poderes no considere malversación el desvío del dinero público a causas políticas independentistas o que limpie la hoja de servicios de los responsables de sus redes clientelares de desvío y malversación de fondos públicos por valor de centenares de millones de euros. De esta manera se sofocan rebeliones en ciernes dentro del partido infectado. Así recibe esta progresía un mensaje claro de su líder: el gran regenerador de la democracia cuida de sus malversadores. Del radicalismo sólo cabe esperar enfrentamiento y destrucción. La UE está amenazada por este enemigo de la democracia y de la paz, que se está instalando en sus Estados miembros. En lo que a nosotros se refiere, la normalidad democrática pasa por desalojar de los poderes del Estado a esa progresía populista y corrupta.
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