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En 1795 publicó Immanuel Kant 'Para la paz perpetua', una especie de tratado de paz en el que redacta las condiciones de posibilidad de su instauración. Se trata sin duda de una lectura tan ardua como recomendable, no por ser éste un año kantiano, sino ... porque ese proyecto filosófico ha pautado la reflexión contemporánea sobre el papel que juegan la naturaleza, el derecho y la acción política en la consecución de ese supremo fin moral de la razón humana.
Nadie es capaz de saltar su propia sombra, ni siquiera el filósofo de la Ilustración, que piensa desde el sistema político prusiano, en el marco teórico establecido por Rousseau, y aplicando su propia moral formal de convicción a la fundamentación del derecho y a la práctica política comprometida con la consecución de la paz. Estamos ante un librito complejo y técnico, pero no exento de actualidad y lleno de sugerencias. Mencionaré aquí un par de ellas.
Kant sostiene en este escrito que la naturaleza humana es el garante último de la paz. No se refiere con ello a mecanismos naturales, formulados por leyes científicas, ni al fin providencial de la religión o la metafísica. Piensa, más bien, en algo intermedio, a saber, en la naturaleza como un artista que con su técnica aspira a conseguir fines y reta al ser humano a descubrirlos mediante la reflexión racional. El mundo físico no está sometido a una teleología inmanente accesible a la razón humana, pero ésta si presiente y puede descubrir los fines naturales previstos para el ser racional. La naturaleza garantiza a su juicio la realización del fin racional previsto, si el ser humano lo formula en un juicio reflexivo y lo promueve mediante el mecanismo natural correspondiente.
Las inclinaciones egoístas de los seres humanos constituyen a juicio de Kant el mecanismo natural para instaurar la paz. Pues esas tendencias, que llevan aparentemente al conflicto y la guerra, son en realidad el impulso que puede mover a los ciudadanos o a los Estados a aceptar los preceptos jurídicos. Hasta un pueblo de demonios, es decir, de seres egoístas, pero con entendimiento, asume la necesidad de someterse a una constitución y al imperio de la ley, para convivir en paz y poder desarrollar la industria y el comercio sin que peligre su vida y su propiedad. La naturaleza aspira, según él, a que los humanos establezcan instituciones nacionales e internacionales, capaces de promover y hacer efectivo el imperio del derecho, del cual depende directamente la paz estable.
No duda Kant de la necesidad de vincular la política al derecho como marco incondicional de su práctica, lo que a su juicio supone admitir la posible armonía entre la prudencia mundana y la moral. Por eso considera viable la figura del político que armoniza las exigencias prácticas con las morales; pero no la del intrigante que convierte su acción de gobierno en el negocio de mantenerse en el poder. Denuncia además, de manera explícita, las consabidas tácticas de su astucia política: actuar al margen de la ley, encubrir los errores y eludir responsabilidades, dividir y enfrentar a la sociedad. Pues así no deja de quedar intacto el honor político a que aspira, es decir, el incremento del poder por cualquier medio disponible.
«La verdadera política –escribe Kant– no puede dar un paso sin haber rendido previamente homenaje a la moral. Aunque la política sea en sí misma una técnica difícil, su harmonía con la moral no lo es en absoluto, pues cuando discrepan esta corta cualquier nudo que aquella no sea capaz de desatar. El derecho tiene que ser preservado a toda costa por el gobernante para el ser humano. Aquí no caben componendas... Toda política tiene que incar su rodilla ante el derecho; en cambio, puede esperar que alcanzará algún día, si bien lentamente, el nivel en que brillará con persistencia».
¡Ojalá esta larga cita obre como un antídoto en la conciencia ciudadana frente a los escándalos políticos cotidianos! Pues no faltan ya los que llegan a confundir la política con el reino de la inmoralidad y al político reprobable con el perdedor en las elecciones. Como si nuestros órdenes democráticos y la convivencia pacífica pudieran resistir por largo tiempo bajo gobiernos de demonios que, para conseguir sus fines egoístas, no dudan en sacrificar la moral y bordear el derecho.
¿Quién no siente zozobra ante una Europa que parece deslizarse hacia un conflicto bélico generalizado, en una España que, por la insensatez o la ambición de un par de gobernantes nefastos, tiene al soberanismo desafiando su orden democrático y una división política e institucional sin precedentes?
¡Hoy más que nunca es necesario que los profesionales de la política piensen!, aunque la vida práctica apenas les deje margen o respiro para hacerlo. Precisamente la lectura de los teóricos de la política facilita esa indelegable tarea.
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