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En nuestras sociedades posindustriales lo fiamos todo a la técnica y creemos en fórmulas científicas, no en conjuros ni en fuerzas sobrenaturales. Si acaso la literatura o el cine se sirven de la magia para alimentar la ilusión infantil, y hablamos de magos que obran ... lo increíble y de ilusionistas que nos hacen ver lo ficticio.
'Tiempo de magos' sería un período de carismas y logros extraordinarios. Por eso se publicó en castellano bajo ese título el recomendable ensayo, en que Wolfram Eilenberger describe la gran década filosófica (1919-1929), protagonizada por Wittgenstein, Heidegger, Cassirer y Benjamin. Estos carismáticos pensadores obraron de formas dispares el portento de la filosofía, pero todos ellos desde la interpretación del lenguaje como fundamento del humano vivir, y desde la reflexión sobre el sentido lingüístico que posibilita la comunicación.
Hoy en día la verdadera magia radica en el carisma humano que ocasiona períodos dorados en las ciencias, las artes, los deportes, etc. Particularmente importante es el carisma político, porque de él depende el esplendor de la sociedad en su conjunto.
Pero no conviene confundir ese carisma con la seducción demagógica que conduce a períodos de mediocridad y miseria. El carisma político del gobernante en democracia nace de la visión de futuro y la prudencia, de la voluntad de consenso y la capacidad de establecerlo, de la magnanimidad y el concurso de los mejores. Por lo que la responsabilidad le es consustancial. En cambio, la fuerza seductora del demagogo se basa en el engaño y el exceso, en la capacidad de polarizar y gestionar el caos, en controlar y desacreditar a los mejores, y encumbrar a oportunistas serviles.
El demagogo sabe que no tiene futuro en democracia, donde la división de poderes frena sus actuaciones despóticas y los medios disipan su fuerza seductora. Quien polariza la sociedad, margina a la oposición mayoritaria, compra voluntades y negocia lo innegociable al margen de la constitución, cimenta su incapacidad de gobernar, pues ciega la vía de los consensos que suponen las leyes y las políticas de Estado con dimensión europea y global.
Por eso el demagogo ve la democracia como un período transitorio de ilusionismo, en que se instala en la irresponsabilidad, mientras va tendiendo una red de personas y un tejido legal e institucional que someta el Estado a su autoridad. Es más urgente y difícil esta operación del demagogo en los sistemas parlamentarios que en los presidencialistas, pues en estos puede gobernar sin el Parlamento; pero en ambos casos es perentoria. La autoridad del demagogo termina de someter una democracia, cuando controla y puede falsificar el momento de la verdad en que sus ciudadanos eligen los gobernantes. Lo cual presupone disponer de la policía y el ejército.
El caso Venezuela es paradigmático y refleja bien el esperpento que nos gobierna. Si Maduro gana las elecciones, se publican las actas con los resultados; si no las gana, se ocultan. En ambos casos ganan el dictador, su soporte militar y los paramilitares que implantan su terror. EE UU y la UE no han dudado en reconocer a González Urrutia como ganador de las elecciones, porque la dictadura militar bolivariana ocultó las actas. En cambio han reconocido a Maduro, repúblicas no democráticas, populistas, como la popular china, la federal rusa, la islámica iraní, la cubana o la nicaragüense, de Daniel Ortega, que protagonizó un caso similar en 2021.
Otros países se han quedado en el rechazo de los resultados electorales, por la ausencia de las actas, como si la negativa de Maduro a presentarlas no implicara el reconocimiento de su derrota. En el caso del gobierno Sánchez esta impostura es más abyecta, pues justificó como «acto de humanidad» su colaboración con la dictadura venezolana en la deportación ultrajante del presidente González Urrutia, obligado a dejar en ella su familia y sus bienes. ¿No es una vileza repugnante, que el embajador de España autorizara en nuestra Embajada la humillante coacción –perpetrada por Jorge y Delcy Rodríguez–, de aquél a quien el Parlamento español y el europeo han reconocido como ganador de las elecciones venezolanas? ¿No se ha puesto en evidencia el dictador que oculta las actas electorales, al difundir de inmediato el documento firmado contra su voluntad por González Urrutia?
No se defiende la democracia colaborando con una dictadura militar, aunque su dirigente vaya en chándal y sus adeptos con camisetas rojas. Tampoco si está a su servicio Zapatero, gran gurú de las ensoñaciones republicano-federales con que Sánchez seduce a nuestra progresía. ¡Qué nadie se llame a engaño! En España, no estamos viviendo la década prodigiosa de un político carismático que promueve la renovación de nuestra democracia, sino la ominosa de un demagogo que está causando un deterioro político e institucional creciente con sus apresurados manejos para poder controlarla. Aunque no esté en condiciones de gobernar, cuenten que procurará eludir el momento de la verdad electoral hasta el fin de esta legislatura que nunca debió de comenzar.
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