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En 2017 edité con el catedrático de la Universidad de Chernivtsí, Mikhailo Marchuk, el libro 'José Ortega y Gasset. Vida, razón histórica y democracia liberal', en el que colaboraron más de 40 profesores de filosofía de varias universidades ucranianas y españolas. Lo presentamos en marzo ... de ese año en la Fundación Ortega-Marañón. Mientras se insistía en la necesidad de dar continuidad a esta colaboración, alguien mencionó al vecino ruso, no sin titubear al calificarlo. El embajador ucraniano, Anatoliy Scherpa, propuso enseguida el adjetivo 'peligroso' que nos sacó de dudas. Rusia es en efecto un vecino peligroso para Ucrania y también para la Unión Europea (UE), que comparte en cierta medida su inminente destino.
Ucrania es tierra de historias y fronteras olvidadas, pero con una voluntad decidida de continuar su historia nacional en la globalización. Por eso uno de los profesores y escritores que más ha contribuido a clarificar su complicada historia, Timothy Snyder, impulsa en el presente el proyecto internacional de referencia, 'Ukranian History Global Initiative'.
La narración histórica de este catedrático de Yale, sin renunciar al rigor historiográfico, mira al futuro desde la profundidad histórica y conecta los procesos históricos con las decisiones de sus protagonistas y los elementos que las condicionan, entre otros las ideologías. Recientemente, para explicar la invasión rusa de Ucrania, defendió la influencia singular, en Putin y su élite política, del filósofo de la Rusia blanca en el exilio, Ivan Ilyn (1883-1954), un discípulo de Husserl que interpretó de manera intuicionista la hegeliana 'conciencia de la ley'. Apuntó Snyder en particular a la colección póstuma de artículos, 'Nuestras tareas' (1948-1952), en los que este filósofo ruso del derecho reflexiona sobre el fascismo y la política doméstica y exterior de Rusia, que había de volver según él a sus raíces civilizatorias una vez liberada del comunismo.
Tal vez exagere el historiador americano la influencia de Ilyn y las ideologías, pero no le falta razón cuando explica la decisión de invadir Ucrania desde la visión maniquea de Putin y los autócratas postcomunistas. Perciben a Rusia y su civilización como una humanidad original y buena, una inocencia virginal que sufre el bloqueo y la agresión de Occidente y se ve obligada a defenderse. Las democracias occidentales representan en cambio el mal capitalista, la corrupción moral y la anarquía, que contagian a todo el mundo. Perciben además la nación rusa como una unidad orgánica de la que forman parte fraternal las antiguas repúblicas soviéticas, en particular Ucrania, que no existe según ellos como pueblo y nación independiente. Rusia estaba por consiguiente obligada a intervenir en esta parte de su organismo, para liberarla de la corrupción occidental.
Putin era consciente de la imposibilidad de derrotar a Ucrania mientras dispusiera del apoyo efectivo de Occidente, por eso ha formado parte de su estrategia socavarlo o cuando menos obstaculizarlo. De hecho, hace décadas que interviene en la UE y sus países miembros, no sólo a través de la propaganda y la desinformación, sino corrompiendo diputados europeos, promoviendo 'brexits' o la llegada al poder de líderes de extrema derecha euroescépticos, cuando no antieuropeos, apoyando movimientos independentistas y, últimamente, confundiendo o apartando la atención de la opinión pública de su agresión a Ucrania.
En su 'Propuesta de Resolución Común sobre la trama rusa: acusaciones de injerencia rusa en los procesos democráticos de la UE (RC-B9-0124/2024)', el Parlamento europeo enumera esas injerencias documentadas e insta a sus países miembros a investigar a fondo las que se relacionen con su vida política y su opinión pública. Por desgracia, esta grave resolución común no está siendo tomada en serio. En el caso de España, la conexión rusa con el Procès, que tuvo como consecuencia la división del centro derecha y el surgimiento de Vox, forma parte de la página que el sanchismo se empeña en pasar ominosa y precipitadamente con la amnistía.
Porque la UE y su mercado representan un problema doméstico para la Rusia postsoviética, ésta lleva décadas pugnando contra ella y seguirá haciéndolo en el futuro, según augura Snyder, aunque abandonase Ucrania a su suerte. Advertencia esta digna de atención, cuando tenemos de nuevo a Trump en la Casa Blanca, dispuesto a terminar de un plumazo las guerras en Ucrania y en Gaza, de la mano de quienes las desencadenaron y contra los que la Corte Penal Internacional ha emitido órdenes de arresto por crímenes de guerra.
Entramos en un inquietante escenario mundial, en el que la 'paz justa' en Ucrania y la seguridad de la UE se han convertido en tareas conectadas y perentorias de la política doméstica europea. Por su propia seguridad, Europa no puede permitirse que la administración Trump transforme la negociación ruso-ucraniana de paz en una suerte de rendición encubierta, en la que Ucrania renuncia a Occidente y se imponen las exigencias territoriales rusas. En este comprometido proceso, la UE tiene que estar decididamente del lado de Ucrania frente al peligroso vecino compartido, que combate sin tregua los valores y creencias de nuestros sistemas democráticos.
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