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La República de Weimar era una recién nacida cuando el filósofo Jakob von Uexküll publicó su obra 'Biología del Estado' (1920), ensayo en el que acuña el significado de «ceguera política» con los términos «incapacidad de ver el Estado». Para disipar toda sombra ideológica de ... esa fórmula, acudamos a a acepción de Estado que ofrece el sociólogo Max Weber en su 'Política como profesión' (1919): «comunidad humana que reclama para sí (con éxito) dentro de un determinado territorio el monopolio de la violencia física legítima». Desde aquí entendamos que ceguera política o falta de visión de Estado es la incapacidad de reconocer al pueblo soberano y sus intereses.
Suelen los ciudadanos y los políticos profesionales disponer de una visión de Estado limitada, que depende de su entorno. Se entiende que apenas la tenga un concejal que trabaja cotidianamente con los de otras formaciones políticas, por ser la administración local del Estado, y no este, lo que ocupa sus cinco sentidos. Se comprende incluso que tenga puntos ciegos el portavoz de una formación progresista en un parlamento regional, donde negocia con parlamentarios de formaciones soberanistas para desarrollar políticas autonómicas.
Provisional o parcial, en cambio, la ceguera política del presidente de una república o de un gobierno democrático no sólo es inconcebible, sino que depara un incierto porvenir al pueblo soberano que representa. Incurriría por eso en una irresponsabilidad imperdonable el gobernante que hiciera caso omiso de la alarma ciudadana, que producen sus síntomas de tensión ocular, como un aviador que, advertido de problemas de visión, no se cerciora de su alcance antes de pilotar. No en vano, Weber contó el sentido de la responsabilidad entre las tres propiedades capitales del dirigente político en su escrito antes mencionado.
Un gobernante responsable, por ejemplo, ha de contar en toda negociación con partidos soberanistas no sólo con la absoluta ceguera política de que hacen gala, sino también con las ensoñaciones que la producen, por tratarse de visiones políticas, como Euskal Herria o Països Catalans, en conflicto territorial con la soberanía estatal.
Por lo mismo, jamás negociará con ellos en posición simétrica, menos todavía de debilidad ni precipitadamente.
Pues bien, ha sido el caso en España, que un político con notable currículo como negociador –como portavoz del PSN-PSOE en el Ayuntamiento de Milagro, como portavoz de ese grupo en el Parlamento de Navarra y como secretario de Coordinación Territorial del PSOE– inspiró en 2019 al presidente del Gobierno la conveniencia de negociar con Bildu y pactar estratégicamente su apoyo a la investidura de la secretaria General del PSN-PSOE, María Chivite, como presidenta del Gobierno navarro.
Este fue el primer paso de la ceguera política y la negociación irresponsable que normalizó las relaciones del PSOE con Bildu. De ahí resultó en 2023, por un lado, el apoyo de esta formación soberanista a la investidura de Sánchez como presidente y, por otro, el del PSN-PSOE a la moción de censura que convirtió en alcalde de Pamplona a Joseba Asirón, concejal de Bildu.
Más aún, este éxito fue la palanca que movió a Sánchez a enviarle a negociar su investidura, en posición de debilidad, con el prófugo de la justicia española, Carles Puigdemont.
El negociador completó su faena, consiguiendo unos acuerdos de investidura que han dejado al gobierno de España pendiente de Junts como de una espada de Damocles.
El proceso sigue su curso, lo estamos viendo. Nuestro poder legislativo empieza a depender de delirantes negociaciones rendidas y encubiertas con partidos soberanistas que reciben trato de favor y consiguen, para sus respectivas regiones autónomas, concesiones económicas y transferencias políticas inaceptables, que no sólo exasperan a los partidos de la oposición, confrontan a los socios de gobierno, e inquietan a patronal y sindicatos, sino que alimentan la desconfianza del resto de las autonomías y las agitan también contra el gobierno. El necesario debate de la ley de amnistía, en cambio, ha quedado diluido en nuestro Babelparlamento.
Alivia escuchar voces de alerta dentro del propio PSOE ante las consecuencias de dejar la inmigración en manos de extremismos nacionalistas. Pero desasosiega que ninguno se alarme ante la utilización previsible que darán los soberanistas catalanes a cualquier cesión de competencias en materia de tributación o de inmigración. ¿Alguien duda de que gestionarán estas competencias estatales, para aproximarse más a la pretendida soberanía, desbordando con hechos consumados el apaño jurídico que haga compatible su cesión con el Artículo 149 de nuestra Constitución?
A la vista están los (ab)usos soberanistas de las competencias autonómicas cuando son ellos quienes están en el poder.
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