Comprar y/o vender un voto
En mi caso, la situación empieza a ser triste, soy pavloviano, veo una urna y me tiro en plancha a meter mi papeleta
Gerardo Ortiz
Domingo, 9 de junio 2024, 07:54
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Gerardo Ortiz
Domingo, 9 de junio 2024, 07:54
Me queda muy claro qué si alguien me ofrece dinero, digamos que unos 5 euros, por votar en unas elecciones, él y yo cometemos un delito, además de que, si nos cazan, nos incorporarnos al grupo de la chusma asocial. Pero, ¿y si soy yo ... quien ofrece 20 euros a alguien de confianza para que me diga a quien votar? ¿También sería delito? No sería una donación o cuota de un partido concreto, habría que entenderlo como un asesoramiento entre dos que confían el uno en el otro. Como quien va al fisioterapeuta o al podólogo. No es más que otro síntoma del hartazgo ante el relato (palabra muy útil que se ha puesto de moda) de los impotentes bienintencionados que hacen lo que pueden para que el agua fluya y no se estanque.
En mi caso la situación empieza a ser triste, soy pavloviano, veo una urna y me tiro en plancha a meter mi papeleta. Da igual la ocasión, si hay una urna cerca yo voto. La primera vez en diciembre del 78, luego siguieron todas las convocatorias, hubo locales, generales, autonómicas y al final europeas.
Pocos años después, en los 80, se convoca a la ciudadanía. Mañanita de sol primaveral en Madrid, los vecinos endomingados se dirigen al colegio, se saludan, comentan sus intenciones y sus deseos, el colegio es una fiesta sin música. En la puerta las señoras saludan e intentan besar a los policías que a mediodía ya están algo quemados. Una mesa inmensa con montones de papeletas de todos los partidos. Hay que elegir sin que te vean los vecinos, el truco está en coger papeletas de distintas opciones para desconcertar a los cotillas. Mi madre con su loden y yo arregladito, hombro con hombro, alargamos la mano titubeando. De repente el plácido ambiente se crispa un poco, algo pasa. Como si de repente hiciese más frío. Un empujón suave pero contundente. Mi madre se aprieta contra mi costado. Mario Conde, vecino recientemente incorporado al barrio, la desplaza con cierta rudeza y alarga la mano. Mi madre, encajonada entre su americana de paño inglés con botones dorados y mi costado. Mario no sabe que en esos años mi madre todavía podía convertirse en pocos segundos en un antidisturbios pasado de vueltas.
Miro desde arriba, la gomina, la cara de cuero bien trabajado, su atuendo elegante pero también chirriante, dos jatos detrás que guardan su espalda. Mi madre le mira con una extraña mezcla de admiración y desprecio. Pienso en un segundo que tiene el ojo derecho a la altura de mi codo izquierdo. Me veo al día siguiente en las portadas de los periódicos. Pero cuando decido enfrentarme al abuso, Mario ya se ha ido escoltado por sus dos torpedos. Ahí momentos en los que no hay que pensar o la ocasión se pierde. Votamos, salimos y comentamos con los vecinos la presencia fugaz del paladín de la nueva banca, su elegancia nada acorde con sus toscas maneras, el cochazo en el que recorrió tres manzanas, lo bien alimentados que parecían sus dos maromos. Volvemos a casa haciendo planes para la siguiente ocasión en que nos crucemos con tan avasallador vecino, porque pese al desasosiego provocado, seguiríamos votando mientras pusieran urnas.
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