¿A quién le importa?
Puede que haya cuentas que no se cobren nunca pero hay cuentas que sí hay que pagar, que no terminan de pagarse nunca, aunque dediquemos toda la vida a intentarlo
Gerardo Ortíz
Domingo, 28 de julio 2024, 07:52
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Gerardo Ortíz
Domingo, 28 de julio 2024, 07:52
En diciembre de 2018, décimo aniversario de la caída de Lheman Brothers, las televisiones repitieron las noticias de entonces: muchos números, mucho ruido, locutores que hablan de lo que no saben y espectadores que escuchan lo que no entienden. Pero las imágenes no mienten y ... podrían ser de ayer: los brokers salen del edificio en fila, abrazados a una caja de cartón con sus juguetes y cara de susto. Son las imágenes que de verdad inauguran el siglo XXI y no las de las Torres Gemelas.
Solo unos días antes de fecha tan memorable nos visitó Pepe Múgica, expresidente electo de Uruguay. Tras su etapa de guerrillero tupamaro, iniciada en 1964, y después de 15 años preso, salió en 1985 y se dedicó a la política «convencional». Fue elegido presidente del país en 2010, abandonando el cargo cinco años después. Entre las respuestas que dio a quienes le entrevistaron declaró solemne que la muerte de su perro le sirvió de excusa para dejar definitivamente la política… y destacó, además, que «la vida me enseñó que hay cuentas que no se cobran nunca».
Casi treinta años antes, en 1992, cuando algunos decían por aquí que Andalucía sería la California de Europa, simpleza recurrente que vuelve a estar en la boca de algunos, Bill Clinton fue elegido presidente de Estados Unidos. Su carrera hacia la presidencia desde la lejana Arkansas, hasta la Casa Blanca, se inició con una campaña publicitaria celebrada por los expertos como moderna y audaz. Solo con teléfonos, fax y muchos voluntarios se estrenaron conceptos como la creación de noticias, precedente naif de las 'fake news', o la interactividad, rudimentaria pero efectiva: el discurso cambia en función de la respuesta; lo que sostenían hoy podía ser opuesto a lo que dirían mañana según las encuestas, un relato distinto y cambiante para cada estado, separando a los destinatarios por edad, grupo étnico o nivel de ingresos. Todo un alarde de imaginación. Los republicanos, con un George Bush padre en caída libre, tomaron nota sin reaccionar a tiempo.
Las agencias de publicidad, viendo aflorar tan inmenso negocio, pusieron a sus creativos a pensar. En uno de aquellos anuncios para televisión del partido demócrata, de los muchos que debieron hacer, se contaba una historia. Disponible todavía en cualquier archivo televisivo.
Así sería el ambiente en que vio la luz: ideólogos del partido discuten con estrategas de campaña; quienes se reúnen con los directores de las agencias y sus creativos para definir los objetivos. Desde un pin, un panfleto o una taza de café hasta un anuncio o toda una secuencia que inundarían las principales cadenas de radio y televisión. Una legión de personas con ambición, buenos sueldos y bien entrenados para darse codazos unos a otros con tal de salir en la foto.
El anuncio contaba en 20 segundos la siguiente escena: plano general de un restaurante de postín, tal vez el Country Club de una ciudad media. La cámara se dirige a una mesa en la que se ven los restos de una comilona. Patas de langosta, conchas de ostra, un pavo despanzurrado, botellas de champán volcadas por la mesa, despojos de una tarta empalagosa… un grato desorden tras la celebración. Alrededor, un grupo de personas, casi en la tercera edad, bien vestidos, coloradotes y torpes. Hombres con smoking, mujeres de pelo azulado y collar de perlas; se han puesto hasta las cejas de buena comida y mejores caldos, todos aturdidos por lo que han trasegado.
Aparece el maitre con la cuenta en una bandejita. Se dirige a quien parece presidir la mesa. Le presenta la bandeja y el sujeto, hombre blanco sonrosado, de más de 60 y aspecto saludable, mira la nota y niega autoritario con el dedo. Gira la cabeza y señala a un rincón como diciendo donde hay que cobrar. La cámara sigue su gesto y se detiene en otra mesa donde solo hay platos y copas vacíos. Ahí nadie empezó a comer. Alrededor un grupo de niños y niñas en la edad en la que sus padres ya les dejan sentarse solos, y que, cohibidos, miran asustados al maitre mientras esperan que les llegue el turno de comer algo. Y se acaba el anuncio. Impecable y contundente la figura del hombre que, sin pronunciar palabra, viene a cobrar sin más armas que su frac y una bandeja. Todo un hallazgo.
Volvemos a septiembre de 2018, y a Pepe Mújica. Puede que haya cuentas que no se cobren nunca pero hay cuentas que sí hay que pagar, que no terminan de pagarse nunca, aunque dediquemos toda la vida a intentarlo.
Porque ahí estará el maitre, amenazando con la bandeja y la cuenta. Imperturbable e insensible a cualquier ruego. Esa figura que se nos hace odiosa ha perdido definitivamente la paciencia o su insistencia es fruto de la presión. Él también tiene un jefe. Aquel señor que gobernaba el Country Club con mucho estilo ha mutado en portero de discoteca y le brillan inquietantes tatuajes en sus brazos, sólidos como postes, separados del cuerpo, listos para repartir toda su frustración. Ha llegado la hora de pagar. No caben demoras. ¿Y porqué el momento es este y no más tarde? ¿Porqué ese bruto empieza a zarandear a los chavales?
El sudafricano J. M. Coetzee ganó el Nobel de literatura en 2003, y podían darle uno cada año. Licenciado en matemáticas, doctor en lingüística computacional con una tesis sobre Samuel Beckett y autor de una obra literaria en la que intenta entender, y explicar, la realidad sudafricana, ha dedicado su tiempo libre a traducir, estudiar y ponderar las traducciones de otros. En uno de sus libros: 'Costas Extrañas' (Mondadori, 2010) alude en unas líneas a esas cuentas que no sabemos si se pagan o no, ni quién debe hacerlo y cuándo.
El libro recoge una colección de críticas y opiniones sobre literatura, la que le gusta, la que le disgusta y sobre el medio ambiente en el que se ha producido cada obra. Todos los textos son anteriores al año 2000, y si fuese música sería un 'Grandes Éxitos'.
Obseso con la precisión en el lenguaje, hay capítulos dedicados a comentar traducciones. Hay auténticas declaraciones de amor por Defoe, Robert Musil o Borges, de quién llega a decir: «Hay ocasiones en que los editores y traductores tiene el deber de proteger a Borges de si mismo», y como es de esperar, pone la lupa en los más conocidos escritores sudafricanos de Nadine Gordimer a Doris Lessing. Autoras con las que ha coincidido en el tiempo, la nacionalidad y poco más. Dedica los últimos capítulos a completar una autopsia nada complaciente de los liberales sudafricanos. Quizá por eso Vargas Llosa le cogió ojeriza.
En el capítulo 25 'Liberales Surafricanos: Alan Paton, Helen Suzman', poco o nada conocidos fuera de su país, y en el despiece que le hace a la producción de la segunda, cita un texto de Suzman, quién a su vez, (aquí Coetzee es textual): «… cita, al respecto, un revelador comentario de un político nacionalista en el que, con cínica franqueza», afirma, «podemos tener la situación bajo control durante esta generación y la generación de mis hijos, y después de eso, ¿a quién le importa?».
Si el cálculo es más o menos preciso, el apartheid, el sistema afro-nazi que defendía esa alhaja de persona citada por Suzman, acabó en el 92, el año que ganó Clinton. Estamos pues, con los hijos de sus hijos, más o menos, entre la secundaria y la universidad, y en el momento preciso en que el maitre, ya gorila enrabietado, amenaza con su bandeja y su factura a los comensales antes de servir los platos, jóvenes que sospechan que van a comer poco y peor que nosotros, y que empiezan a entender que serán ellos los que definitivamente van a pagar nuestra cuenta.
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