Desde Piquío hasta Cazoña
Un largo edificio concentraría laboratorios y oficinas. Una horterada colosal para la industria de las armas, el ciberespacio o la banca, unidos por un pasillo
Gerardo Ortiz
Domingo, 23 de junio 2024, 07:33
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Gerardo Ortiz
Domingo, 23 de junio 2024, 07:33
Sería como ese edificio monstruoso que los saudíes caprichosos, que ya no saben que hacer con tanta pasta, están construyendo en su desierto privado. Un trasto en el que piensan enterrar su superávit. Una horterada colosal. El nuestro sería de dimensiones más civilizadas y con ... un uso bastante más racional. Un largo edificio desde Piquío hasta Cazoña, en la acera derecha, con la vaguada de Las Llamas a sus pies. Ahí se concentraría todo, laboratorios y oficinas que estarían unidos por un largo pasillo para que los que los que lo ocupen interactúen, la información fluya y los trabajadores puedan cambiar de lugar de trabajo según su valía y la precariedad de sus contratos, y todos ahorrarían en gasolina. El pasillo de la ciencia.
En la zona más próxima a Piquío, con aparcamientos exclusivos, una cafetería bien pija y zonas ajardinadas de apacible aspecto, se instalarían oficinas y laboratorios de todo lo ligado al armamento, misiles, tanques, blindajes, drones y toda la cacharrería que inventan esas mentes perturbadas. Se repartirían los mejores sueldos, los contactos con la empresa privada, presupuestos exagerados e incentivos de todo tipo para los que en ese ambiente disfrutan de su trabajo. Y nos dirán lo que nos dicen orgullosos pero con la boca torcida, que un misil que sale de Siberia, o de Ohio, llega en minutos a su destino con un error de centímetros, y les creemos.
Pasillo adelante llegamos al área de informática, ciberespacio, realidades virtuales, aumentadas, imaginarias o la procelosa inteligencia artificial. Muy próxima, tanto que pueden llegar a confundirse, al espacio anterior, el del Complejo Militar Industrial, tal y como lo definió el presidente Ike Eisenhower. Gente capaz de hurgar en tu teléfono desde un tugurio pringoso en un sótano de Islandia o Buenos Aires. Ya lo hacen y nos lo creemos.
Inmediatamente, mas o menos donde ahora está el Rectorado, y sin necesidad de laboratorios, con un contacto muy íntimo con los amos tecnológicos, se ubicarían las oficinas de los magos, los brujos y los chamanes, es decir, la banca, los analistas, los que saben cuándo y cuánto va subir el pan, las hipotecas o las próximas vacaciones en Las Vegas. Lo saben porque se lo inventan y no se les puede discutir y ¡qué bajeza!, porque ellos pueden. Y todo lo que cuentan también nos lo creemos.
Desgraciadamente cerca del anterior estaría otro complejo, el de las medicinas, las drogas legales y otros productos esotéricos. Un mundo oscuro que se autorregula, que no quiere ingerencias y que si nos dice que con un pinchazo o una pastilla azul seremos más altos, más guapos, mas fuertes o más listos, nos lo creemos y pagamos lo que nos piden. Pero todo muy discreto, no les gusta figurar ni siquiera cuando tienen éxito.
A partir de ahí se instalarían los que construyen, ciudades para neuróticos, autovías de fuerte impacto, y los que fabrican todos los chirimbolos superfluos con los que nos hacen la vida más cómoda. Eso dicen, y les creemos.
Les seguirían los que nos dan de comer, siempre luchando por darle dignidad a su oficio, desde las multinacionales de los refrescos a los que cultivan espárragos en huertos del tamaño de una alfombra. Ya con menos presupuesto y peores instalaciones. Ahí siguen luchando por hacerse respetar y convenciéndonos de que todo lo que nos dan es bueno, saludable y muy barato. Y, que remedio, les creemos. Hay que comer.
A continuación, e interactuando, por necesidades operativas y fundamentalmente por su escuálido presupuesto, con los que nos dan de comer, dejamos un lugar para los metereólogos, esos que miran las nubes. Cada vez con más medios, se saben cada día más necesarios, y los que reparten todo desde no se sabe donde empiezan a verlos como imprescindibles, cuentan con una experiencia que ya adquiere un peso muy concreto, y ofrecen prácticamente gratis una información que no intuimos lo valiosa que es.
Y lo que nos cuentan es cada vez más inquietante, cuantos más datos dan más acongojados deberíamos estar. Sus predicciones invaden, lo quieran o no, campos ajenos, nuestra forma de quemar cosas, petróleo, bosques o personas de lugares muy lejanos. Proponen, con mucha delicadeza cambios que cuesta mucho hacer y a los que todos los espacios científicos anteriores se oponen porque en algunos casos supondrían colgar el cartel de 'cerrado por cese de negocio'. Anuncian olas de calor y aciertan, pronostican huracanes y marran solo en unos pocos kilómetros por hora su fuerza destructora, nos hablan de sequías y ya vamos viendo los resultados, catástrofes climáticas que provocan, ya han empezado, desplazamientos de población de millones, no millares, de humanos desesperados, y a la hora de creerles nos dividimos en tres grandes grupos.
Los que les creemos pero no hacemos nada, seguimos con lo nuestro, les escuchamos como quien oye llover, en la esperanza de que no sea tan grave. Los que no les creen y siguen con lo suyo pensando que exageran, exprimiendo el limón mientras le quede una gota. Y los tarados que piensan que lo que cuentan forma parte de una gran conspiración mundial en la que participan desde la NASA, los masones, la mafia albanesa, los pelirrojos de ojos verdes y, por supuesto, los que dan el tiempo en los telediarios. Creen con verdadera fe que todo lo que cuentan obedece a un oscuro designio para hundir la economía mundial y devolvernos a las cavernas. Se sienten engañados y frustrados.
Con el dineral que les dimos para que nos diesen buenas noticias y ahora vienen a chafarnos a fiesta. Lo del efecto mariposa nos parecía una amable ocurrencia hasta que, con mucha educación, pero de forma que no admite discusión, nos dicen que si el permafrost se derrite en Siberia puede arruinar la cosecha de soja en Argentina, y si eso sucede puede que acabemos pagando las hamburguesas a 200 euros la unidad. Eso, si por la subida de las temperaturas no nos pica antes un mosquito que vivía muy feliz en el corazón de África y que gracias a lo tropical que se está poniendo el Cantábrico ha decidido venirse a vivir, con 30 millones de congéneres a los valles pasiegos. Y mientras, Taylor Swift, en su jet privado, sobrevuela nuestros cielos soltando sus gases mientras hace subir el PIB mundial, ajena a todo. Y, ya puestos, eso también nos lo creemos.
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