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Vivimos en una época de sorpresas y paradojas. Vestimos con pantalones rotos, con desgarros fabricados por firmas caras que marcan tendencia; insertamos imperdibles, aretes y ... otros artilugios metálicos en nuestro cuerpo y nos tatuamos como las culturas primitivas pero manejamos un smarphone último modelo. Escribimos en ordenadores, tabletas y móviles, pero al mismo tiempo las paredes se convierten en soportes de los grafitis como en los viejos muros de Pompeya. Todas las ciudades tienen ahora un decorado similar. Torrelavega hoy es como Berlín, Londres o París, los grafitis la homologan con un lenguaje que se ha hecho universal. Colores y formas, combinados barrocamente, se extienden sobre paredes, puertas y comercios. Algunos mensajes ocultos, pero la mayor parte de las veces son ejercicios de autoafirmación de sus creadores. De pequeños solíamos repetir sobre cuadernos o en la pizarra nuestro nombre con nuestra grafía personal. De un modo más acentuado cuando comenzamos a definir nuestra firma. Ahora se hace con letras grandes en los espacios donde más se vea. Entre la creación urbana y la autoafirmación, entre el deseo de dejar huella y la expresión personal. También con una componente competitiva tratando de conseguir el realizado en el lugar más peligroso, o más vigilado, o visible. No sé si secretamente algunos quisieran ser Keith Haring o Basquiat, que ascendieron a los templos del arte actual desde los dibujos que hicieron en las paredes del metro neoyorquino. O llegar a ser el mismísimo Banksy, con su aureola de misterio y éxito.

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