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«Lo que necesitáis vosotros para aprender es una guerra». Así de rotundo, y aparentemente alocado, se pronunciaba mi difunto abuelo Tomás en infinidad de ... sobremesas. Una persona que bebe vino es alguien a tener muy en cuenta. Y más aun: si ha vivido muchos años, hay que pinar las orejas ante su discurso. Aunque, por aquellos días, mi hermana y yo le mirábamos con desdén, como «ya está el yayo con su monserga».
Si mi abuelo levantara la cabeza y viera el panorama global descorcharía una botella de vino y, tras bebérsela, perplejo, se volvería a su sueño eterno.
Porque aquí la tenemos. Nuestra guerra. La que contar a nuestros nietos, si llegamos a esas latitudes de la vida.
El enemigo no son nuestros propios compatriotas ideológicamente contrarios a nosotros, aunque se han dado pequeñas guerras civiles a nivel doméstico.
Tampoco un país vecino cuyas relaciones se acaban enturbiando hasta terminar en batalla cruenta. Tampoco nos ha caído la tercera contienda mundial, anunciada por algunos agoreros. El culpable de poner contra las cuerdas a nuestra forma de vivir es un virus invisible que se va camuflando/mutando para seguir haciendo daño, inyectando un miedo en nuestro cuerpo casi tan letal como una balacera a bocajarro.
Las trincheras son nuestros hogares, en los que nunca antes habíamos pasado tanto tiempo. Y mucho menos de esta manera forzosa.
Los desertores son los negacionistas que se creen más listos que el resto de los mortales. Saben muchas cosas que los demás no. Porque las han leído, pero paradójicamente no las ponen en común. Para que todos sepamos esa oscura realidad y así poder afrontarla juntos. Todo acto histórico potente conlleva sus teorías conspiranoides.
No hay conflicto sin daños colaterales: la tristeza instalada en nuestros días por tanta incertidumbre prolongada. Parejas que se separan por la tensión extra que le mete a la convivencia esta situación de guerra virológica/psicológica. Adolescentes más a la deriva de lo habitual. Personas mayores que envejecen a mayor velocidad...
Y lo más triste, por irreparable: las bajas civiles. La gente que se nos ha ido antes de tiempo y de una manera injusta y cruel. Tan numerosa que casi todos tenemos un caso en nuestro círculo afectivo.
Ante la fatiga pandémica de la enésima ola no hay frase de Mr. Wonderfull que levante la moral de la tropa. Como un soldado raso más, aún no sé si todo volverá a ser como antes. Napoleón -que de grandes batallas sabía un rato- decía que «en la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca». Y a este virus canalla no hay quien le vea el pelo.
Hay un refrán muy habitual en mi valle (Campoo) que dice que nunca llovió que no escampó. Pero esta lluvia va calando hasta el tuétano y hace aguas la alegría del más entusiasta.
Ojalá estemos ya en 'post guerra', de la que también discurseaba mi abuelo. Veremos la luz al final de nuestra guerra, sin duda. Y ese día pienso descorchar una botella de un buen caldo y brindar -alto y fuerte-por la alegría. Mientras tanto, abrace a los suyos y póngase a cubierto.
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