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El estribillo de una vieja canción de Sonny -el de Cher- de pronto resuena en mis oídos: «la batalla terminó pero la guerra sigue». Podía haber sido escrita por Homero hace 2.900 años, y si no me remontó más es porque aún no se ... había popularizado la escritura. Dice Oswald Spengler en su gigantesca 'Decadencia de Occidente' que «la guerra es la política primaria de todo lo que se mueve; tanto es así que en el fondo batalla y vida son la misma cosa. Ser y voluntad de lucha expiran juntos», observación opuesta al desprestigiado tópico de que la guerra es el último recurso.
Para entender el porqué de la guerra hay que enfocarse en la naturaleza del Estado-nación y su condición de soberano; es decir, máxima autoridad sobre la que hemos depositado la responsabilidad de asegurar el territorio y defender los intereses de la comunidad política de cada país, intereses que se extienden más allá del propio territorio. Cuando no se consiguen solventar diplomáticamente los conflictos interterritoriales que afectan a los intereses vitales de ambos países, la cosa termina en guerra. Esto explica también por qué los Estados se alían unos con otros, alianzas que eventualmente les arrastran a la guerra en defensa de su aliado. Finalmente, ello explica por qué los ciudadanos están dispuestos a tomar las armas en defensa de su país.
Ahora bien, la guerra no es solo un instrumento institucional, es además una cultura; es decir, una forma de afrontar los conflictos para 'resolverlos' favorablemente. La única forma de prevenir la guerra es cambiar la cultura de la violencia que lleva a recurrir a ella. Como sugiero en el primer párrafo, las sociedades llevan milenios con dicha práctica, lo que hace muy difícil cambiarla; pero ello no significa que sea imposible, sino que ese logro tomará muchas generaciones. Si se ha conseguido erradicar la antropofagia, la esclavitud, el trabajo infantil, y vamos camino de terminar con la sumisión de las mujeres, es concebible que algún día la guerra sea un recurso cada vez más insólito. Entretanto, el diagnóstico de Spengler explica más cosas de lo que quisiéramos. En el crepúsculo de los grandes movimientos políticos, la confrontación de inteligencias que ha servido como sustituto de la guerra, deja paso a la propia guerra en sus formas más primitivas.
La paz mundial, tal como la conocemos, es fruto de una renuncia permanente a la guerra por parte de la inmensa mayoría de países; renuncia que lleva implícita una disposición inconsciente a aceptar convertirse en botín de guerra para aquellos que repugnan la idea. Cuando los Estados descartan la idea de reconciliación universal, la cosa suele terminar en que nadie está dispuesto a mover un dedo mientras el infortunio solo afecte al vecino. En el mundo de las élites se produce una eterna alternancia de victorias y derrotas, los que estamos debajo rezamos lo que sabemos. La paz de Dios, ese sueño de monjes canosos y ermitaños, se hace realidad virtual en el alma -el fuero interno- de los devotos, exclusivamente.
Aunque la alta política intenta sustituir la espada por armas más intelectuales, y la ambición de todo verdadero hombre de Estado es sentirse capaz de evitar la guerra, la identificación primaria entre estado de guerra y diplomacia sigue campando por sus respetos. Las características de ambas, sus tácticas y estrategias, y muy especialmente la necesidad de contar con fuerzas materiales que respalden sus posiciones, son esencialmente las mismas. También tienen en común un objetivo: crecimiento de la propia nación a costa de las otras. En toda guerra entre dos potencias la cuestión principal es quién va a quedar como potencia hegemónica.
En la ancestral cultura de la que entramos a formar parte al nacer, el hombre de Estado nato es sobre todo un excelente evaluador de los actores en presencia y las situaciones que confronta. Tiene ojo clínico para evaluar y utilizar sin dudarlo el cúmulo de posibilidades que se le ofrecen; hace lo correcto intuitivamente, sin detenerse a pensarlo; tiene buena mano para apretar y relajar la presión según convenga. Su talento es opuesto al del experto teórico. Es inmune al riesgo, se sitúa más allá de la dialéctica verdadero/falso, no confunde la lógica de los hechos con su dialéctica, practica preferentemente el sistema de prueba y error. Tiene, como no, convicciones más en el ámbito de lo privado; ningún político realista consiente que estas se interpongan en sus decisiones.
Finalmente, es importante no confundir el genuino hombre de Estado con el arribista cuya principal obsesión es enriquecerse y encumbrarse. Tampoco debemos confundirlo con el ideólogo que se atreve a pedir al pueblo el sacrificio por la revolución. Es el líder idóneo en momentos tan impredecibles como los actuales.
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