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La democracia ideal es la inversa de la real. Consiste en que todos los días son jornada de reflexión, y solamente en la víspera de las elecciones se celebra una campaña, como quien hace una fiesta, exaltación retórica de la conclusión lógica. Hoy ... es el sábado en que nos percatamos de que nos estamos organizando precisamente al revés. Se requiere un día resguardado para la razón, porque los otros están entregados a lo irracional. No es raro, pues, que las probabilidades de error colectivo resulten considerables. De ahí que sea necesaria una Guía de Indecisos, igual que el judío cordobés Maimónides consideró oportuna una medieval 'Guía de Perplejos'.
Los varios modelos de conducta votante, y por tanto de salida de la indecisión, suelen corresponder a la psicología de algunos filósofos más antiguos, como el griego Platón, que establecían tres clases de alma: apetitiva, residenciada en el vientre; emotiva, encajada en el tórax donde palpita el corazón apasionado; y racional, habitante de la cabeza, donde la razón práctica, o sentido del deber, tiene su república de imperativos. Así se apela a los votos hedonistas; a los enamorados o aterrorizados; y a los argumentativos o éticos.
El voto hedonista o de placer es aquel por el que uno elige a quien, según cree, beneficiará a su propio colectivo, con independencia de si eso fastidia a otros. Es un voto a lo Góngora, de 'ande yo caliente y ríase la gente', a lo que el poeta andaluz agregaba: «Traten otros del gobierno / Del mundo y sus monarquías, / Mientras gobiernan mis días / Mantequillas y pan tierno, / Y las mañanas de invierno / Naranjada y aguardiente. / Y ríase la gente».
Por otro lado, el voto emocional le lleva a usted a votar a quien le cae bien, le seduce, o quizá por rechazo a algún otro que le produce repelencia. Ni espera usted beneficio particular, ni le anima un análisis de la situación de España, o Cantabria, o lo que toque votar. Va usted tan campante a declarar su amor o su temor, como una soprano de una ópera de Donizetti.
Por último, está el voto racional, que es por el que, además de cumplir con cierto deber de votar (para que no se suprima la federación de este deporte de lanzamiento de sobres), cumple usted con el deber de elegir lo que al país más conviene, aunque a usted personalmente le fastidie (porque le pueden subir los impuestos o bajar las subvenciones), o no simpatice usted mucho con la candidatura votada (lo que suele ser indicador de sano juicio).
Podríamos con esto caracterizar tres tipos de democracia, según predominen una u otra clase de motivaciones del alma: apetitivas, sentimentales, pensativas. Hay una 'democracia-tómbola', cuyo escrutinio premia a unas papeletas y deja a otras con el bolsillo vacío. Hay en paralelo una 'democracia patética', que a veces hace reír a los pobres y llorar a los ricos, pero sin alterar gran cosa sus haciendas. Y hay una democracia responsable, que hace a todo el mundo infeliz, pero lo reconcilia con las necesidades de la vida y con aquella tesis magnífica de Maquiavelo: la mayor causa de nuestra infelicidad es que tenemos capacidad para desearlo todo, mas no para conseguirlo todo.
Votar contra el propio interés es como la anécdota que narra Plutarco sobre un votante ateniense que quería exiliar a un destacado conciudadano: «Un analfabeto, tras entregar su óstrakon a Arístides, le pidió que escribiera el nombre de Arístides. Este asombrado le preguntó si Arístides le había causado algún daño. En absoluto», respondió, «ni conozco a ese hombre, pero me molesta oírle llamar por todas partes el Justo. Después de escucharle, no replicó, escribió su propio nombre y le devolvió el óstrakon», es decir, el trozo de barro cocido que se usaba en aquellos sufragios como papeleta. Admirable 'fair play', pero nosotros no somos Arístides, y votar contra el propio sentimiento es duro. Para la mayoría de los ciudadanos su única participación en la vida pública es precisamente ese segundo que tarda el sobre en cruzar el buzón de la urna. Y si encima hay que disgustarse… Sin embargo, los cementerios de las democracias están llenos de 'corazonazos' y reivindican a Arístides.
Para cumplir, pues, con la llamada del deber, deberá usted poner en un papel o pantalla lo que a España y Cantabria les conviene más y menos, y sopesar pros y contras, sin olvidar que el sistema electoral es como es; que hay encuestas a porrillo para ponderar si la vaca está más arriba o más abajo de la fuente; y que usted necesitará ser un poco práctico, salvo que considere que votar es sólo una de las bellas artes, posición gloriosa y coherente.
Imagine que, en la noche de mañana, solo queda en toda España una mesa por escrutar, y está en la ciudad de Santander. Y su voto de usted al Congreso es el último que se escrutará en dicha mesa. Hasta ese momento, en toda España hay un virtual empate. Y en Cantabria es total hasta que se cuente este postrer voto santanderino. De él dependerá un escaño; del escaño, una mayoría; y de la mayoría, cuatro años de España.
Entonces, si opta usted con Platón y Maimónides por el alma racional, por el deber amamantado en el análisis, ¿cómo debería ser esa papeleta? Ya no está usted tan indeciso, probablemente. Puede ahora votar como si su mensaje llevara escrito aquello que a la nación conviene. Que la mera pasión pronto se desvanecerá, porque enseguida llega el '¡cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!'; y el apetito de favores nunca se saciará, pues, ¿no ve usted cómo, con harta frecuencia, son los que más tienen quienes más se quejan?
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