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Las imágenes se sucedieron durante días: manifestantes atacando a la Policía, asaltando mezquitas y tratando de prender fuego a un hotel que alojaba a solicitantes de asilo. En las últimas semanas, Reino Unido ha sufrido una ola de violencia con pocos precedentes en lo que va de siglo. Los disturbios se desataron el 30 de julio, después del asesinato de tres niñas en la localidad inglesa de Southport. Pese al origen británico del presunto autor de los hechos –nacido y criado en Gales en una familia cristiana–, distintos grupos de extrema derecha corrieron a afirmar que se trataba de un solicitante de asilo de religión musulmana. Fue esta mentira, difundida principalmente a través de las redes sociales, la que desencadenó la ola de violencia en Inglaterra e Irlanda del Norte.
Los disturbios han supuesto la primera prueba importante para un Gobierno, encabezado por Keir Starmer, que lleva apenas cinco semanas en el poder. En cierto modo, una crisis de orden público supone el estreno perfecto para Starmer. Como fiscal general, el ahora primer ministro lideró ... la respuesta a los famosos disturbios de 2011, desatados después de la muerte de un joven negro a manos de la Policía. En 2011, la acción del Ejecutivo combinó dos elementos: una firme condena política, liderada por el entonces primer ministro David Cameron; y una actuación penal, dirigida por Starmer, que dejó claro que la participación en la violencia callejera no quedaría impune.
Trece años después, el Gobierno ha adoptado la misma estrategia: en apenas dos semanas, la Policía ha detenido a cientos de manifestantes, la Fiscalía ha procesado a varias decenas de ellos y la justicia ha condenado a más de treinta. Precisamente estas duras condenas, televisadas en directo, parecen haber contribuido a calmar las aguas. También lo han hecho las contramanifestaciones pacíficas que se sucedieron a mediados de la semana pasada, con miles de ciudadanos saliendo a las calles para mostrar su apoyo a la comunidad musulmana y su oposición a la violencia callejera.
Si lo peor de los disturbios parece haber pasado, entender –y atajar– sus causas resultará más complejo. En algunos casos, es probable que estas sean socioeconómicas; que respondan a la difícil situación económica que atraviesa gran parte del país, así como a una preocupación por la inmigración alentada por un 'establishment' político y mediático incapaz de hacer frente a una retórica cada vez más reaccionaria.
Sin embargo, la peculiaridad de esta violencia ha sido el papel determinante que han jugado las redes sociales. Lejos de ponerles freno, los bulos sobre el presunto autor de los asesinatos de Southport fueron alentados por la red social X, antes Twitter, cuyo algoritmo amplió su difusión. También fueron promovidos por su dueño, Elon Musk, quien aseguró que el país se encontraba al borde de una «guerra civil», cargó contra Starmer y compartió teorías conspirativas sobre la respuesta policial. Fue esta difusión en las redes sociales, coinciden las autoridades británicas, la que permitió a grupúsculos y agitadores de extrema derecha sembrar el caos, tomando las calles en nombre de una supuesta «defensa del país».
Los disturbios en Reino Unido han puesto de manifiesto el riesgo que suponen las redes sociales para las democracias occidentales. De la utopía de los años 90, que veía en estas plataformas un instrumento emancipador y un medio que democratizaría el acceso a la información, se ha pasado a una distopía protagonizada por unas compañías privadas sin reglas cuyos dueños tratan de maximizar su poder y desestabilizar a cualquier régimen democrático que trate de regular el ciberespacio. La adquisición de X por parte de Musk ha acentuado el problema, convirtiendo la plataforma en un foro que promueve mensajes xenófobos y antisemitas.
También ha contribuido a ello una creciente difuminación entre lo real y lo digital. Si hace una década era posible afirmar, como hizo el entonces primer ministro británico David Cameron, que «Reino Unido y Twitter no son lo mismo», el último lustro muestra una realidad más peligrosa: el asalto al Capitolio, su intento de imitación posteriormente en Brasil o los recientes disturbios en Gran Bretaña fueron fenómenos que se originaron en las redes pero que, lejos de ceñirse al ciberespacio, se extendieron a la realidad política.
En los últimos años, las principales democracias liberales han dado pasos para regular las redes sociales. Sin embargo, la amenaza sistémica que estas plantean –para el funcionamiento de la democracia, pero también para la propia convivencia socia– requerirá una respuesta contundente, que vaya más allá de imponer sanciones económicas o exigir códigos de buenas prácticas.
A su vez, precisará de una estrecha cooperación a nivel global, una estrategia en la cual la Unión Europea pero también Reino Unido deberán jugar un papel fundamental. De lo contrario, y como demuestran los recientes disturbios en las calles de Inglaterra e Irlanda del Norte, serán las propias democracias liberales las que correrán peligro.
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