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Es menuda, morena, nerviosa y aparenta unos setenta y cinco años. Llega apresurada, se sienta en un banco, le da las buenas tardes a doña Agustina, la señora de avanzada edad que lo ocupa, me saluda igualmente, y como observa que tengo un libro en ... las manos y lo estoy leyendo, concentra su atención en la señora, pensando, de forma acertada, que el tema de su monólogo pudiera interesarle más. Porque habla y no para, aunque después desvelaría las razones de ese no callar ni un instante. «Yo hablo mucho con mi madre, ¿sabe usted? Cada mañana le cuento lo que haré ese día. Mira, mamá, voy a salir a unos recados. Por la tarde iré al Paseo Marítimo a ver una regata de traineras, Sotileza creo que se llama. A mí me gustan las traineras y a mi madre también, pero a mi marido, no. Mi marido habla poco y no puedo contar con él porque no le gusta nada».
Regresaba yo de un largo viaje, cuya duración fue suficiente para comenzar y terminar 'Izas, rabizas y colipoterras', una de las novelas menos conocidas de Camilo José Cela, divertida y amarga al tiempo, con diálogos delirantes, y estudiaba ahora detenidamente la descripción que hace el escritor del hijoputa en 'Mazurca para dos muertos', una de sus obras maestras y la más gallega. Según Cela, son nueve las señales que identifican al hijoputa, a saber: pelo ralo; frente buida; cara pálida; barba por parroquias; manos blandas, húmedas y frías; el mirar huido; voz de flauta; pijo flácido y doméstico y la avaricia. Estas cosas hay que tomarlas con cautela, y no al pie de la letra, porque algunos de los indicadores son de difícil comprobación y pueden reunir méritos bastantes quienes, careciendo de esos requisitos, poseen otros distintos y peores.
Mientras, la mujer menuda y nerviosa seguía hablándole a su oyente nonagenaria. «A las madres hay que quererlas, ¿no cree? Yo quiero a mi madre más que a nadie en el mundo». Viendo que quien estaba a su lado no era ninguna jovencita sino al contrario, doña Agustina le preguntó la edad de su madre. «¿Mi madre? Mi madre ya no tiene edad. La pobre murió hace diez años». «Pero, si está muerta, ¿con quién habla usted?», le dice doña Agustina, entre turbada e inquieta. «Hablo con su fotografía y yo sé que me escucha. Antes le contaba esto a mi marido, que hablo con mi madre muerta, pero ya no se lo digo porque se ríe». No puedo evitar el recuerdo de escenas de 'Psicosis', la madre momificada, la ducha y el arma blanca, aunque esta mujer parece inofensiva. «Bueno, me voy. Igual nos vemos otro día». «Es posible, señora, hasta cuando usted quiera».
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