Hambre y cebolla

Desapareció en la oscuridad –que dijo su amigo Pablo Neruda–y no ha podido resucitar a la luz de la libertad. Habita el cementerio de los zapatos viejos que él mismo glosó. Y del que no hemos podido «desamordazarle para regresarle», en sus propias palabras.

Miguel Hernández fue condenado por delito de 'adhesión a la rebelión'. Le conmutaron la pena de muerte por treinta años de prisión que no llegó a cumplir. Le mató en la cárcel la enfermedad.

Quizá nada importa, cuando no podemos devolverle la vida. 'Tristes armas, si no son las palabras', dejó escrito. Pero tampoco hemos sido capaces de devolverle la dignidad. Al parecer, los hechos deben permanecer intactos.

La condena a muerte de Miguel Hernández no se ha podido borrar. Sí, en cambio, el nombre del alférez franquista que participó como secretario en el consejo de guerra que condenó a muerte al poeta. A él si le puede borrar de la historia. La Universidad de Alicante ha retirado su nombre de dos artículos de su página web a petición de su hijo.

La justicia española derrocha recursos en proteger el presunto honor de presuntos famosetes heridos en su presunta dignidad. Todos resarcen sus heridas, con dinero. Lo que nos da la medida de la ofensa. La familia de Miguel Hernández solo quería limpiar su memoria. No solo hemos sido incapaces de hacerlo, sino que la hemos mancillado más limpiando otro nombre: el de uno de sus verdugos. Pero, a veces, la censura acaba por perjudicar a quien quiere servir. Ahora todos sabemos que se apellida Baena Tocón.

Me llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame.