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No es infrecuente topar con esta cita del libro que Karl Marx dedicó a analizar la revolución francesa de 1848 y su desembocadura en el Segundo Imperio con Napoleón III en 1852: «Hegel comentó en alguna parte que todos los grandes eventos y ... personajes de la historia mundial ocurren, por así decir, dos veces. Olvidó añadir: una como tragedia, otra como farsa». Así comparaba Marx los sucesos y líderes franceses de mediados del XIX con los de la Revolución de 1789 y el régimen del primer Napoleón Bonaparte. La idea hizo fortuna y suele emplearse para criticar algo actual como figura degenerada de un modelo precedente.
Marx no ofreció a sus lectores la referencia bibliográfica concreta, y pondríamos en un aprieto a cualquiera retándole a encontrar ese pasaje. Mi impresión es que se refería a una parte de las 'Lecciones sobre la Filosofía de la Historia' (1837) donde, al explicar por qué la República romana había resultado inviable, Hegel señala que, aunque los republicanos habían asesinado a Julio César, «se hizo inmediatamente manifiesto que únicamente una sola voluntad podía guiar el estado romano, y ahora los romanos se vieron compelidos a adoptar esa opinión, porque en todos los periodos del mundo una revolución política es sancionada en las opiniones humanas cuando se repite». Así, Napoleón I fue dos veces derrotado, y los Borbones dos veces expulsados. Corolario: «Mediante la repetición, lo que al principio aparecía como una cuestión de azar y contingencia se convierte en una existencia real y ratificada».
He aquí dos visiones totalmente diferentes de la repetición histórica: lo que para Marx es degeneración farsante de un referente trágico, para Hegel es el medio que la razón utiliza para educar a la humanidad. En la repetición hegeliana, la historia es, como quería Cicerón, «maestra de la vida»; en la marxiana, por el contrario, una escena donde los héroes han sido sustituidos por esperpentos.
Esta ambivalencia de la repetición me ha venido a la cabeza mientras leía 'Santander, Sidón ibera', del periodista José Simón Cabarga (1902-1980). Está centrado en el desarrollo económico santanderino desde el siglo XVIII; 'Sidón' se refiere metafóricamente al famoso puerto fenicio, invocado por Marcelino Menéndez Pelayo en un verso ('Salve, Reina del mar, Sidón ibera'). ¿Qué podría tener en común dicho tema, en ocasiones árido, con el de la repetición histórica? Pues, para mi sorpresa, mucho. Hasta tal punto, que se puede establecer una tipología de procesos santanderinos que han variado muy poco en tres siglos.
Dejaremos hoy solo cinco muestras: el Agravio Vizcaíno; el Conservadurismo Paisajístico; la Inconstancia de la Voluntad; la Necesidad del Indiano; el Cortesano Influidor.
Recuerda Simón Cabarga cómo a finales del siglo XVIII los corsarios atacaban los buques en el entorno de Santander y los llevaban a Bilbao, donde desembarcaban las mercancías, que al tratarse de provincias exentas no pagaban impuestos a la corona. Esta menor presión fiscal derivada del pacto foral era también fuente de lamentaciones cuando el aumento de impuestos estatales en Santander ponía en desventaja a los comerciantes montañeses frente a los vizcaínos. Y aunque ahora parezca que ha desaparecido esta figura de la mentalidad santanderina, sigue ahí: el mantra del tren a Bilbao no es sino el pánico a experimentar el demoledor Agravio de un acceso exclusivo vizcaíno a una red europea de transporte.
Cuando se planteó remodelar y modernizar el puerto, suprimiendo la ría de Becedo, que entraba en canal hasta la zona de Atarazanas, hubo no pocas protestas de vecinos que querían que se respetase el canal y se dejase como siempre había sido, sin tantas modernidades. Esta lamentación paisajística (que se repetiría cuando en época de González Trevilla se tuvo que suprimir la dársena de la Aduana) encubría ciertos intereses económicos personales también, porque había comercios que se beneficiaban de las pequeñas embarcaciones que se adentraban en el corazón de Santander, casi hasta la actual plaza del Ayuntamiento. Recordemos en nuestros días la tenaz lucha contra el Centro Botín o los espigones de La Magdalena, o la polémica de la reconstrucción del Hotel Bahía durante la alcaldía de Huerta, o del proyecto de Moneo. Prevalece esta adherencia a un paisaje que, sin embargo, no es nunca natural, sino histórico y humanizado.
El libro es pródigo, por otra parte, en la recopilación de discusiones interminables sobre las mejores alternativas para remodelar el puerto, ensanchar la ciudad o establecer las comunicaciones. Hay una evidente inconstancia de la voluntad colectiva, que unas veces clama por unas cosas, y otras por la contraria, también en ocasiones en función de los intereses patricios de turno. Aún nos ocurre con nuestros imaginarios trenes que van al sur o al este, según el viento sople. Si quiere usted experimentar con esta repetición, escriba al director proponiendo un destino para la Residencia Cantabria.
Igualmente, con frecuencia este impasse de conservadurismo o antagonismo es superado gracias a la acción visionaria, entre generosa y oportunista, de algún jándalo o indiano, como en la prolongación oriental del muelle y la creación del ensanche hacia Cañadío por el torancés Guillermo Calderón. Es la figura del millonario que quiere hacer caudales o escribir anales. Desde estos primeros potentados dieciochescos hasta el Centro Botín hay una clara recurrencia. Como antaño, se coge el oro ultramarino y se encarga a un artista italiano algo bello en el solar patrio.
Y finalmente, el Cortesano. Santander depende existencialmente de la función del 'influidor' de la Corte. El jesuita purriego Francisco Rábago, confesor de Fernando VI, logra el Camino de Reinosa, el Obispado, el título de ciudad. En ocasiones, la posición de indiano y de influidor podrán unirse, como en Antonio López, marqués de Comillas. Santander llegó a gozar, entre 1913 y 1930, de un insuperable influidor en la Corte: el propio rey. No sé si algún historiador podrá decir que el santoñés Luis Carrero, siendo mano derecha de Franco, cumpliera un papel tan destacado como benefactor cortesano de la ciudad. Santander siempre ha aspirado a este moderno padre Rábago. El ministro De la Serna ha sido el último mirlo conseguidor.
Ahora usted bien puede, según su temperamento, efectuar la lectura educativa a lo Hegel o la satírica estilo Marx, cada vez que observe una de estas situaciones reiteradas. Quizá ambos filósofos alemanes infravaloraron el potencial repetitivo de las sociedades y lo que tenemos son ciclos continuos de revoluciones y degeneraciones.
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