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El regreso a los poemas de Hierro es una constante, para mí, año tras año. Algunas veces a las páginas dobladas de sus libros, ya ... tan manoseados, en las que dan comiendo los favoritos: 'Los ojos de aguamarina de Marta de Nevares, el trágico paseo de King Lear por Los Claustros, los españoles dominando los mares y las tierras con sus coloridas ropas de papagayo, las flores de plástico cubriendo de amor la sombra de sus muertos, las ballenas agonizantes de Long Island, las tórtolas de hielo, Filis-Gloria cabalgando su cáncer…'. Regreso sobre todo a ese muerto que, tocado por la magia de una vida dedicada a la alegría, no podrá morir nunca, a esas palabras que quise escuchar en el funeral de Leo y que ojalá alguien recuerde cuando sea mi turno para el viaje. Otras veces a los libros y poemas menos frecuentados, en busca de esas emociones nuevas que siempre nos aguardan, agazapadas, a medida que la experiencia y la costumbre nos hacen pequeños peritos en Hierros.
Siempre a la gratitud y al recuerdo, a ese primer encuentro en el que, con pocos años y poco Hierro entre los bártulos, dejé que el pudor me venciera, víctima de su hermosa voz abaritonada, su presencia rotunda y extraña, el convencimiento de encontrarme ante un poeta de versos mayúsculos. Más tarde a las largas sobremesas en la terraza de Manolo Arce, a los cafés en la calle de Cádiz o en la cafetería de la UIMP, a las charlas cordiales, a sus lecturas a mano desplegada, en las que sus gestos proclamaban la verdad del poema tanto como sus palabras o su infinita capacidad actoral, mientras nos explicaba que la poesía es ese perro lazarillo que, debidamente adiestrado, es capaz de guiar al poeta hasta el territorio sagrado de un poema.
Sí, lo cierto es que yo también he sentido algunas veces en mis manos temblar la alegría. Muchas de ellas en compañía de un silencio roto solo por las palabras de Pepe que trato siempre de recrear en voz alta, como si no fuera su sombra la que desde hace un centenar de años nos acompaña, sino su propia música, su realidad, su dolor, su decidida apuesta por la vida, su desolación, su celebración de la maravilla en un largo brindis, tan cargado de memoria que por sí solo podría ser el germen de una nueva y definitiva alucinación.
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