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Cuentos del coronavirus, véase el de Julián, quien intuía el aprecio de sus vecinos, al menos los próximos, aquellos a los que veía frecuentemente y, ... por extensión, el de los dueños o empleados de tiendas y comercios con los que ahora, jubilado, tenía tiempo de detenerse. Las grandes ciudades se viven en áreas concretas, y aunque las medianas o pequeñas como la nuestra son fáciles de recorrer andando, la rutina diaria se concentra igualmente en un espacio reducido, de modo principal si la zona de referencia está en el centro de Santander, con todo al alcance. Ese afecto quedó demostrado el primer día de libertad. Justo al enfilar la calle del Martillo en dirección a Santa Lucía, la gente, asomada a las ventanas, comenzó a aplaudir a su paso con entusiasmo creciente, oyéndose incluso un bravo y silbidos de aprobación durante unos minutos.
En ese momento sonaron ocho campanadas en la iglesia cercana. Yo había pasado poco antes por el kiosco cerrado de la ONCE que lleva Paco, y del que durante años fue titular José María, un invidente con alto sentido del humor. Hoy, el barrio es otro. No quedan muchos de los de antes, pero se renueva, y los no residentes que trabajan aquí le dan vitalidad. Con José María mantuve la conversación más surrealista de la que tengo recuerdo. «Hace un rato -me dijo- tu hija ha comprado un cupón». «No lo creo posible, José». «¿No? ¿Por qué no?», preguntó. «Porque yo no tengo hijas». «¿Quieres decir que si hubiera venido tu hija sería un milagro, puesto que no tienes hijas?». «Lo sería, José». «Bueno, milagros más grandes se han visto», concluyó. «También es verdad. Anda, dame un cupón para el viernes».
Hasta las anécdotas simpáticas nos está robando el virus. El Machina evoca un tango, 'Melodía de arrabal', porque me habla de otro arrabal chiquito, la calle santanderina del mismo nombre, en la que existía un club de alterne cuya puerta vigilaban de reojo las vecinas por si entraba algún conocido.
Guardo escasa memoria de esto, pero sí de la churrería donde paraban el So y su burro y, al lado, una tienduca en la que los niños comprábamos petardos en Navidad. No queda nada antiguo en el barrio. Derribaron el Teatro Pereda, una de las mayores tropelías urbanísticas en una ciudad acostumbrada a los desmanes; el edificio de la Telefónica y su central automática pionera en España, el Parque de Bomberos, las Hermanitas de los Pobres y las verbenas. Cuando los barrios se transforman, a veces a peor, dejan atrás jirones de vida.
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