La historia de amor más triste del mundo
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En las escenas en las que nada parece suceder reside el verdadero relatoEsta es la historia de mi primer 'Manual de cultura china' y de cómo me cambió la vida. Corría el año 2002 y yo vivía en Viena. Un par de años antes, la película de un escurridizo director hongkonés se había estrenado con ... gran éxito de crítica en el Festival de Cannes. En aquellos tiempos, diversas vicisitudes rocambolescas me habían llevado a heredar el camastro y los pantalones de un estudiante chino que, tras varios años en Austria, regresaba a su país. En aquella cama dormí año y medio y con aquellos pantalones de raya del chino fui a trabajar mis primeras semanas al Ministerio de Justicia austríaco. Aún los conservo (y todavía me pregunto cómo pude vestir la misma cintura de avispa que aquel amigo asiático). Hechos, todos ellos, inconexos pero que, en retrospectiva, juegan su papel en el impredecible curso de los acontecimientos vitales. Yo no había sentido, hasta entonces, especial interés por la cultura china y tampoco había tenido contacto con persona oriental alguna. China era, para mí, un remoto y extraño planeta en las antípodas de mi mundo netamente europeo.
Un día, una amiga vienesa aficionada al cine independiente se hizo con el VHS de una película que, dijo, había obtenido numerosos galardones. De aquella primera vez que la vi (en versión original cantonesa subtitulada en alemán) sólo recuerdo dos cosas: me quedé dormido varias veces a lo largo de la película y mi impresión fue que el ritmo era sumamente lento: el largometraje apenas tenía hilo conductor, la mayoría de los personajes resultaban indistintos, se sucedían escenas capturadas con rebuscados encuadres, la protagonista parecía tener un armario lleno de vestidos confeccionados con un mismo patrón pero distintos estampados, el protagonista era un tipo que no dejaba de fumar y una misma melodía de violín se reproducía, una y otra vez, hipnóticamente, cada pocas escenas.
Sin embargo, pese a aquella primera insípida vez, la película se me quedó enganchada por dentro. Había algo magnético y marciano en ella. Su sorprendente ritmo, la expresividad (o la falta de ella) de sus personajes, sus diálogos escuetos y ambivalentes donde los silencios dicen, a menudo, más que las propias palabras, su fascinante fotografía y un aroma exótico impregnando cada fotograma, la hacían absolutamente distinta a todas las demás películas que yo había visto (y vería). Tal vez, la magia residía en el tratamiento íntimo y familiar de los personajes: como esos vecinos desconocidos a los que, a fuerza de contemplar en su cotidianeidad, día tras día, desde nuestra ventana, acabamos cogiendo cariño. La volví a ver y descubrí que la historia estaba contada de manera magistral pero enormemente sutil, construida a base de gestos mínimos, silencios y pequeños detalles. Precisamente, en los aparentes tiempos muertos de la película, en las escenas solitarias en las que nada parece suceder y en sus cambios de ritmo, es donde reside el verdadero relato.
Tres años después, yo aterrizaba en Shanghai con aquella película en mente, imaginando un mundo hecho de puestos callejeros con comida humeante, calles azotadas por el monzón, exóticas mujeres de siluetas cimbreantes, hombres taciturnos envueltos en humo de cigarrillos, restaurantes ruidosos y la música de un vals hipnótico repitiéndose una y otra vez en mi cabeza. China me mostró que el decadente mundo que reconstruye la película, aunque en galopante extinción, seguía existiendo pero estaba a punto de desaparecer para siempre. Además, esa película me enseño, prematuramente, lecciones que resultarían clave, después, a lo largo de todos estos años relacionándome con chinos y haciendo negocio con ellos: su diferente forma de dialogar, el valor de los silencios, la paciente manera en que entretejen sus relaciones, el catalizador del tabaco y la comida o la atención a los detalles y a los gestos sutiles. Viendo aquella película aprendí, como dice Isabel Coixet, que hablar con los chinos a menudo consiste en beber té a sorbos, en silencio, «imaginando preguntas y respuestas que no se formulan».
Como cada cual construye sus propios mitos, buscando el espíritu retratado en esa obra maestra del séptimo arte, una tarde lluviosa de junio del año 2008, en el ya extinto Park 97 shanghainés, tuve la ocasión de tomarme una copa con un tipo alto, de sonrisa campechana y perennes gafas negras, de darle las gracias por hacer cine y también, de algún modo, por haberme inyectado la fascinación por su país y las ganas de aprender más de esta enigmática y misteriosa cultura. Aquel tipo se llama Wong Kar-Wai y es el director de la que es mi película favorita y, también, el mejor, más triste y más hermoso filme del cine asiático. La película se titula 'Deseando amar' ('In the mood for love').
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