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Escribía hace unos días Miguel Ángel Ladero Quesada, profesor de Historia, un magnífico artículo en la tercera de ABC titulado 'Historia y sociedad. Afirmaba en él, entre otras cosas, lo siguiente: «Estudiar y conocer mejor el pasado posee un valor básico para la formación moral ... de cada persona, porque tener conciencia y experiencia de la Historia ayuda a pensar, a detectar la falsedad. Indica, orienta, cohesiona y pacifica si se usa bien. Visto así, el saber histórico es un valor intelectual y social insustituible». Excelente reflexión. Tan lúcida como el matiz que establecía en otro párrafo: «En general, se espera del historiador que sepa narrar con calidad literaria. Es una demanda razonable siempre que no se pida que acuda al uso de la ficción y la libertad expresivas propias de la novela histórica o de las películas y series televisivas. Muchas de ellas, en mi opinión, pueden ser un recurso para fomentar la afición al conocimiento del pasado pero no tanto para apreciar el saber histórico en toda su profundidad y complejidad».
No se puede describir mejor con menos palabras en qué consiste la cuestión planteada. Sobre todo al hilo de los tiempos actuales, en los que cada acontecimiento del pasado es, con indignante frecuencia, materia para la manipulación más torticera.
Si partimos de la base de que ante determinados episodios de nuestra historia se está asumiendo la interpretación por libre -es decir, alejada del estricto acontecer de los hechos, sinónimo de la versión que un cantante puede hacer de cierto tema de éxito-, queda claro que no sirve cualquier fuente para saciar la sed diaria de conocimiento…
Ojo, sí, con el agua no potable, en materia de información tan abundante y no digamos nada en el ámbito de lo evocador. Mentir es gratis e inventarse el pasado, también. El panorama nacional/autonómico a la vista, paradigma de mercadeo, indica que en tan complejo universo hay, como en un cotillón de Nochevieja, barra libre.
Alexis de Tocqueville resumió la cuestión con palabras diplomáticas: «La historia es una galería de cuadros en la que hay pocos originales y muchas copias». Qué brillante. Así es. Los hechos lo ratifican en España, donde significativos personajes de la vida pública dedicados al noble y a la vez muy rentable oficio de la política han decidido trazar, sin ningún pudor o mínima vergüenza, una línea recta entre sus intereses y la Historia de barro; es decir, aquella moldeable en función de la causa que cada cual abandera o de la que vive de maravilla, que en definitiva viene a ser lo mismo.
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