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Desde sus orígenes la economía de EE UU había florecido por la iniciativa de los colonos. Estos llenaron los amplios espacios geográficos a base de juntar esfuerzos, cooperar en proyectos comunes, practicar la democracia participativa -de hecho más que de derecho- creando innumerables asociaciones ... de lo que hoy constituye su sociedad civil. Pero con el asentamiento de la Revolución Industrial a lo largo del siglo XIX, esa economía comenzó a concentrarse cada vez en menos manos. Para finales de siglo dicho control era ejercido por un puñado de corporaciones a cual más grande y poderosa.
Lo que vino a conocerse como capitalismo monopolista incurrió en crisis hasta entonces desconocidas y cada vez más frecuentes. Se incrementaron las diferencias sociales, se instaló la pérdida de confianza en las instituciones y afloró una violencia política que culminó con el asesinato del presidente. El descontento y el miedo a que su preciado sistema se degradara hasta resultar irrecuperable hizo que los votantes eligieran a Teodoro Roosevelt, quien había denunciado «los modos indecentes de hacer dinero de un grupo muy reducido de gente, enormemente rica y económicamente poderosa, cuyo principal objetivo es mantener e incrementar su poder». T. Roosevelt reescribió las reglas del juego, exigió la partición de los monopolios, hizo que la economía fuese más honesta, devolvió el poder a las pymes y a los emprendedores y puso en marcha un sistema de protección de los trabajadores.
Cien años después, muchas de aquellas asociaciones se han deteriorado o desaparecido y la democracia participativa es una reliquia de otros tiempos. Hoy el libro que mejor describe al americano medio es 'Bowling alone': juega solitario en la bolera americana, carente de capital social, de comunidad y de solidaridad, como si hubiera retornado al salvaje Oeste. Se halla perdido en el espacio digital. De nuevo, un puñado de corporaciones tiene copado el mercado, usan su poder monopolístico para socavar a los competidores y comprar las empresas emergentes que podrían poner en peligro sus monopolios. Como hace cien años, las crisis económicas son cada vez más frecuentes y agresivas, la crisis social agravada por la pandemia ha desembocado en la pérdida de confianza en las instituciones y los enfrentamientos violentos han culminado en el asalto del Capitolio. El miedo y el descontento ha llevado a votar a Joe Biden para desbancar a Trump.
Hablar de monopolios en este momento es hablar de las grandes empresas tecnológicas, un animal muy distinto de los grandes ferrocarriles y las petroleras con los que tuvo que lidiar Teodoro Roosevelt. Los cárteles de éstos fijaban los precios del transporte y los combustibles, al romper los cárteles y ponerlos a competir entre sí se conseguía una reducción de costes del transporte y la energía que beneficiaba al resto de las empresas y, en definitiva, a los consumidores. Pero para los usuarios de las redes sociales, el producto que consumen es gratis de entrada; así, romper los monopolios no va a repercutir en sus bolsillos directamente. El negocio de las tecnológicas consiste en acaparar los datos personales de sus usuarios y procesarlos mediante algoritmos inteligentes para fomentar y orientar el consumo de los usuarios. Esa capacidad obliga al resto de las empresas a utilizar los servicios de las tecnológicas si quieren tener verdadero acceso al mercado, lo cual, a fin de cuentas, proporciona a aquellas un control del mercado inusitado y totalmente novedoso. Que las empresas tecnológicas sean, con inmensa diferencia, las que tienen la valoración más elevada en bolsa es la prueba de su dominio monopolístico.
Para liberar al mercado del secuestro a que está sometido, los gobiernos tienen que desarrollar una serie de mecanismos reguladores igualmente novedosos, dado que los instrumentos tradicionales han sido rendidos inútiles por la tecnología y sus algoritmos. Como si se tratara de coronavirus, los algoritmos mutan y se adaptan a los cambios introducidos por las agencias reguladoras más deprisa que la capacidad de estas para regularlos, de manera que se les escapan de las manos. Así pues, se impone la necesidad de una acción política por parte de los gobiernos que exija a las empresas su cooperación voluntaria, con el fin de desarrollar mecanismos de control efectivos, so pena de privarlos de sus licencias para operar. Es decir, le pone a los gobiernos en el brete de amenazar con oprimir el botón nuclear. Un verdadero dilema que pone en entredicho la libertad del mercado por ambas partes: el abuso monopolístico de las tecnológicas y la tentación hiper-reguladora. El resultado de este conflicto puede significar la clausura de la economía liberal ahogada por un progresivo dirigismo estatal. Algo que iría más allá de la economía para extenderse a todos los sectores de la sociedad.
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