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Recuerdo la primera vez que leí 'La Iliada' y cómo esta historia de héroes -vencedores y vencidos- al arbitrio de los dioses me hizo disfrutar más de lo que esperaba. Recuerdo las escenas que captaron mi atención: la predicción de la muerte de Aquiles si ... acudía a guerrear y cómo este prefería la fama antes que la vejez, el ardid de Ulises para entrar en Troya a través del famoso caballo, la defensa de Héctor a su hermano a pesar de saber que su capricho por Helena traería la derrota a su pueblo, la súplica y el dolor de Príamo al reclamar a Aquiles que le dejara enterrar a su hijo,..., escenas todas ellas configuradoras de la literatura occidental y que encierran, a grandes rasgos, todos los temas de la humanidad.
Recuerdo la segunda vez que lo leí, ya padre, y cómo el foco de las acciones que en la obra sucedían había cambiado para centrarse en uno solo, más profundo y angustioso: Príamo suplicando al asesino de su hijo que le devolviera el cadáver para poder enterrarlo en paz. Y no, no era la historia la que había cambiado, no, era yo el que se enfrentaba desde otra perspectiva mucho más personal y dolorosa a la posibilidad de tener que mirar cara a cara a uno de los temores más universales que existe: sobrevivir a tus descendientes.
La vida tiene, a priori, unos plazos reconocidos por todos que se resumen en el 'se nace, se crece, se reproduce y se muere'. Si todo va bien, la lógica del deseo reclama que los hijos entierren a los padres después de una vida aprovechada, y que ellos sean los que nos recuerden y les hablen a sus hijos de nuestras hazañas cuando fuimos sus dioses. El hecho de pensar en que pudiera ser yo alguno de los padres de Alan, el joven cántabro que el lunes murió ahogado en el río Deva hace que, hoy, me sienta más vulnerable que de costumbre, que confirme que la vida es un conjunto de azares y pesadumbres, y que Homero, el poeta ciego que fijó por escrito todos nuestros miedos allá por el siglo VIII a.C., siga estando, por desgracia, pleno de actualidad. Porque cada día hay gente en busca de fama, tretas para llegar donde no se puede, amores que solo traen desgracias y dolor por la muerte de tus hijos.
Ahora solo queda el llanto y la certeza de saber que el tiempo, para bien o para mal, seguirá inexorable su marcha hacia delante en busca de olvido. Y ánimo, mucho ánimo.
Requiescat in pace, Alan, junto a todos los Héctor habidos y por haber.
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