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Juan Hormaechea Cazón (1939-2020) llegó a la Presidencia de Cantabria tras una larga trayectoria como alcalde de Santander. Sus dos mandatos presidenciales, con el breve paréntesis de un gobierno de concentración en el primer semestre de 1991, pusieron de manifiesto algunas características esenciales de ... la recién estrenada autonomía. Fuera de la liza política durante un cuarto de siglo desde su inhabilitación, y ya a punto de cumplirse el primer aniversario de su fallecimiento, existe suficiente distancia temporal para encuadrar su figura dentro de un análisis general de la evolución de la región. Se debe ya mirar hacia atrás, como pedía el historiador romano Tácito, «sine ira et studio», es decir, «sin animadversión ni favor», en esfuerzo de comprensión.
El primer punto es que Hormaechea llevó a la Presidencia tres rasgos típicos de su alcaldía. Por un lado, una presentación carismática y mediáticamente fuerte, buscando el gesto de impacto y no rehuyendo la polémica nunca (la pasión por esta última fue lo que originó sus definitivos problemas jurídicos). Por otro, un estilo híper-ejecutivo de gestión, centrado en las realizaciones y no siempre con miramientos a las estructuras administrativas. Si como alcalde había destacado por soluciones expeditivas, como la recuperación de la península de La Magdalena y la creación en ella de un minizoo, o la ocupación de la magnífica finca de Mataleñas, como presidente insistiría en ese mismo perfil: creación del Parque de Cabárceno, impulso a un sustancial plan de carreteras, renovación ganadera con la compra del toro canadiense Sultán. Un tercer rasgo, consecuencia de los otros dos, fue el valor del liderazgo individual en comparación con la marca partidaria.
Un segundo punto de análisis es su regionalismo («el regionalismo soy yo», llegó a decir) e incluso retórico nacionalismo (dejó abierta interrogativamente la posibilidad de Cantabria como 'nación', como un modo de dar a valer la región ante otras, dentro de un concepto federal). Hormaechea, que al principio había titubeado frente a la posibilidad autonómica, acabó fundando un partido regionalista de centro derecha, la Unión para el Progreso de Cantabria (UPCA), que en 1991 quedó en segunda posición, un solo escaño por debajo del PSC-PSOE, y en 1995 tercera, con un escaño más que el PRC, y ello a pesar de la insólita circunstancia de haber sido descabalgado legalmente Hormaechea de la candidatura en la mañana misma de la jornada electoral. Sin su liderazgo efectivo, la UPCA se iría evaporando en solo una legislatura.
Aunque los orígenes de la autonomía de Cantabria son ininteligibles sin la voluntad autonomista de dirigentes centristas, liberales y democristianos (el PRC era entonces una fuerza casi testimonial), fue Hormaechea quien mostró que podía haber espacio para ese desarrollo regionalista del centro-derecha, sin perder a los votantes más tradicionales. Las ruidosas crisis derivadas de sus enfrentamientos con líderes nacionales del centro-derecha dieron realce a este perfil de toma de decisiones propias en Cantabria. Astérix gusta siempre.
Y un tercer punto que examinar en aquel estilo presidencial, junto a lo mediático-ejecutivo y la tonalidad regionalista, era la carencia de un proyecto definido de región, que fuese algo más estructurado que el afán particular por carreteras, sementales Holstein o elefantes.
Algunas de sus ideas irrealizadas, como el túnel de El Escudo o la carretera Reinosa-Potes, tenían sentido desde un análisis más amplio de la necesidad de conectar la Cantabria verde con la meseta de la que se acababa de separar administrativamente. Pero buscar a la vez la línea de Burgos y la de Palencia no era viable. Pudo festejar la unión de Santander con Bilbao por la A-8. Mas el complemento lógico a la A-8 hubiera sido una amplia red de polígonos industriales para atraer inversores con relativa rapidez. También fue un impulsor de los ingresos mínimos de tipo social, que tres décadas después algunos quieren presentar como novedosas panaceas, léase ingreso mínimo vital (IMV). Y su empuje ayudó a que Cantabria contase con un moderno Palacio de Festivales, o a que el Abra del Pas se aprovechase. No sería, pues, cierto afirmar que carecía de metas en su gestión.
Sin embargo, en este activismo no existía una visión organizada, la única que hubiera generado un regionalismo con programa (con él la UPCA posiblemente no hubiese colapsado). Hay la sensación de que se dejó escapar la oportunidad de luchar por el Guggenheim y además un importante periodo de ayudas de Objetivo 1 de la UE, que hubiesen venido muy bien a Cantabria. No hubo alternativas claras a la fuerte reconversión industrial. Tampoco se ordenó bien el territorio litoral (todavía hay secuelas vivientes). Esto hizo definitivamente difícil su convivencia con el Parlamento, donde esa falta de esquema era mirada con lupa hipercrítica cada semana, en un clima siempre caldeado. La problemática relación llevó a una moción de censura en el mandato 1987-1991 y al bloqueo institucional y la inacción en el último tramo del mandato 1991-1995. Recuerdo haberle entrevistado entonces en Puertochico y me dijo: «No voy a aferrarme al sillón». Pero no había alternativa practicable, y así el gran realizador terminó sus mandatos pagando a duras penas el recibo de la luz y los sueldos del funcionariado.
Hormaechea llevó del Ayuntamiento a la Diputación Regional un patrón posible para una comunidad autónoma sin tradición de autogobierno. Presidencialismo, verbalismo, legitimación por realizaciones sonadas, imagen de libertad absoluta en las decisiones, lasitud administrativa, insuficiente planificación de políticas públicas. Si las primeras notas se pueden considerar simplemente como la versión cántabra del fenómeno general de las 'baronías' autonómicas, las postreras pueden interpretarse como síntoma de una desorientación de fondo en la respuesta a la pregunta «¿autonomía para qué?». Pues un exceso de presidente quizá deba verse como hipertrofia compensatoria de la 'hipotrofia' de proyecto colectivo. Tema que dejo a meditación de cada cual. Los patrones presidenciales no son casuales: reflejan la mentalidad colectiva.
En todo caso, aún tiene pendiente la sociedad reconocer la parte del legado de Hormaechea que resultó innegablemente positiva, y dedicarle póstumamente algún hito en lugares que los ciudadanos hoy disfrutan en virtud de aquella singular gestión, como La Magdalena o Cabárceno.
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