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Cada vez son más los avances para hacer el día a día más cómodo y sencillo a las personas con discapacidad visual, como el dispositivo de visión cortical que está compuesto por un arnés, una cámara, un transmisor y varios implantes electrónicos inalámbricos en ... miniatura colocados en la superficie del cerebro, o el dispositivo portátil de asistencia para las personas invidentes que utiliza la inteligencia artificial para leer textos, códigos de barras, reconocer rostros, identificar productos, monedas, colores e incluso la fecha y la hora a través de un control de gestos intuitivo.
Bienvenidos sean, pero ninguno de ellos tendrá el aliento, el corazón y la generosidad de un perro-guía, como Dante, al que acogimos de cachorro en casa a través de la Fundación Once a sabiendas de que su estancia sería temporal entre nosotros, pues se estaba preparando para acompañar a una persona invidente para que tuviese la máxima autonomía.
Yo tenía entonces pocos años, y Dante se convirtió en mi mejor compañía, aprendiendo con él las mismas órdenes que mis padres le enseñaban como siéntate, échate, ven aquí, quieto, y a comer, a la orden de silbato. Todo lo que le enseñaban yo lo aprendía, lo mismo a cruzar la calle, que ir sin molestar a nadie en el autobús, o a no andar de vagón en vagón cuando cogíamos el tren de cercanías.
Con él descubrí a María Blanchard, a Salvador Dalí y a Pablo Picasso cuando íbamos juntos a los museos, y junto a él leí 'Amanecer' y mis primeros libros infantiles en la biblioteca disfrutando de su serena compañía.
Le encantaban las películas de Disney cuando íbamos al cine, se le alegraban los ojos cada vez que íbamos a ver 'Los 101 dálmatas', salvo cuando veía a Cruella de Vil, que parecía querer ladrar, aunque se contenía, al igual que yo reprimía mis lágrimas a sabiendas de que un día le perdería. Cuando llegó el momento, mis padres me explicaron que otra persona necesitaba más de su cariño que nosotros, que deberíamos sentirnos orgullosos de haber colaborado en su preparación para darle autonomía a una persona invidente, que también le querría.
Nunca volví a verlo, pero cada vez que veo a una persona con ceguera con su perro-guía, me acuerdo de Dante, y de lo mucho que le gustaba que le llevase a los conciertos dominicales a escuchar el 'Himno de la Alegría', y cuando intento acariciarle me acuerdo de que no puedo, y me conformo con mirar sus huellas de amor, mientras se pierde entre los transeúntes, caminando lentamente en la lejanía. ¡Qué maravilla!
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