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Renaud Capuçon y la Orquesta de Cámara de Lausanne protagonizaron una agradable velada sinfónica dedicada a Felix Mendelssohn que acerca la 71ª edición del Festival Internacional de Santander a su conclusión.
Al atractivo programa, que proponía el popularísimo Concierto para violín del compositor hamburgués y ... su no menos célebre Sinfonía Escocesa, se sumaba el interés de escuchar lo que un violinista de la talla de Capuçon sería capaz de hacer con la batuta al frente de la orquesta en que ejerce la función de director artístico desde hace casi un año. Es ésta -la de programar grandes orquestas con los directores más íntimamente asociados a ellas- una sana costumbre del nuevo FIS que suele dar buenos resultados y los de la formación también lo fueron.
Por lo escuchado anoche, podemos afirmar que Capuçon, sucesor en un puesto que previamente ocuparon Armin Jordan o el siempre recordado Jesús López-Cobos, se desempeña con indudable criterio artístico, la ambición y el brillo que cabe esperar en un músico de su categoría, aunque no todo rayase a la misma altura en el transcurso de la primera de sus dos noches sobre el escenario de la Sala Argenta.
Su lectura del Concierto para violín, más redonda que la ofrecida por Julian Rachlin el año pasado, estuvo marcada por un tempo ágil, nervioso y un fraseo apremiante (a veces en exceso), de acentos perentorios y ataques secos, punzantes. Fue, en suma, una interpretación sobria, urgente y al tiempo refinada en que advertimos sobremanera el manejo preciso del arco y su sentido cantable.
La Sinfonía nº 3 de la segunda parte nos permitió apreciar con nitidez su trabajo con la batuta, de movimiento expeditivo, incluso tosco, pero eficaz. Creo que su dirección tuvo un aire marcial que convino especialmente al segundo movimiento, quizás el más inspirado de la partitura y al que debe el calificativo de 'Escocesa'. Fue entonces -con un clarinete magníficamente arropado por el staccato de la cuerda y una sección de viento madera sensacional- cuando Capuçon nos reveló que Mendelssohn, como apuntó Wagner, es un «paisajista de primer orden» y logró evocar las brumosas Highlands que tanto amó Sir Walter Scott hasta hacerlas casi visibles.
La propina, un Valse triste de Sibelius de tintes expresionistas, marcó un bienvenido y muy aplaudido contraste.
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