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En estos nuevos tiempos que corren, quien más o quien menos, ha tenido oportunidad de detenerse a pensar en aquello que más le gusta, apetece o quisiera dedicarse. Y me temo que en poco o nada se corresponde con aquello que le enseñaron como más ... importante.
Si pensamos en las cosas que nos hacen felices o que nos ocupan con deleite, comprenderemos quiénes son sus artífices o sencillamente, qué nos importa. Quizá leer un libro, ver una serie, escuchar música, un paseo, unas tapas o una apasionada tertulia con los amigos. O incluso el mismísimo trabajo. Pero no todo es tan sencillo. La educación responde a un gran tótem: estudiar aquello que tenga salidas. Y con salidas nos referimos a ganar dinero, cuanto más mejor. Lo llevamos escuchando toda nuestra vida. Se sigue repitiendo en casas, escuelas, aulas y estrados. Como ando algo justo de capacidades adivinatorias, nunca he sabido bien qué tendrá salidas dentro de diez años para los jóvenes que se sientan frente a mí cada día. Sin embargo, veo que no son pocos los pitonisos que lo tienen claro desde hace treinta años. La informática es el futuro, mi padre quiere que haga ingeniería, se gana mucho, pero cómo vamos a orientarle a un bachillerato de letras, si la muchacha tiene grandes capacidades, lo que hay que oír.
Hemos convertido la educación en un mero engranaje del mercado laboral. Un instrumento más de la máquina. «¿Qué necesita señora, que se lo pongo? Un economista, un ingeniero, un criminólogo... Para llevar al extranjero o para consumo nacional. Lo siento caballero, filólogos clásicos y poetas no me quedan. Y pianistas ya no fabricamos, salían muy caros, no compensan. El último aún está en el escaparate. ¡Virólogos y epidemiólogos, que me los quitan de las manos!».
Claro que tampoco los profesores nos escapamos de la quema, porque quien más o quien menos aprende a ser docente sobre la marcha. ¡O sí, sorpresa! Al profe de Lengua le enseñaron métrica, los intríngulis de la sintaxis y si fue afortunado a Lope de Rueda, pero nadie le instruyó en el arte de cómo un joven de diecisiete años con las hormonas en ebullición puede llegar a comprender y apreciar la ironía quevedesca o la rabiosa actualidad de Larra. Y así, contagiar pasión se complica. ¿Y si la escuela, el instituto o la universidad nos sirvieran para crear hombres y mujeres más libres, pensadores autónomos y formados? Muy posiblemente muchas de las cosas que se consideran menos útiles en los estudios cotidianos de nuestro país, sean, sin embargo, las que más felicidad nos producen, a las que más tiempo dedicamos y las que, en muchos sentidos, conforman el bagaje cultural de nuestra vida. Está nuestra existencia llena de objetivos, de destinos de finales, aunque siempre nos olvidamos de que lo importante reside en el viaje, en el trayecto y su disfrute.
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