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Los griegos y romanos de la Antigüedad difundieron una costumbre, que se ha perpetuado hasta nuestros días, las inscripciones conmemorativas sobre soportes de mármol ... o de bronce en las paredes y fachadas de ciertos edificios públicos y privados de las ciudades o aldeas. Naturalmente eran los considerados grandes hombres, emperadores o reyes, quienes acudieron con mayor frecuencia a esta manera de ensalzar o recordar sus grandes acciones o su persona.
En la antigua Roma fue muy famoso el caso de Trajano, un emperador que desarrolló una gran actividad constructora, pero imbuido de una gran vanidad que le llevó a cubrir los muros de Roma con sus inscripciones, por lo que los burlones romanos le denominaron «edera paretina», es decir, «hiedra de las paredes». Por influencia del legado romano en Europa occidental ha sido muy frecuente que las inscripciones que conmemoran a personajes actuales se redacten en latín, pues parece que proporcionan más «brillo, lustre y esplendor», tal como reza el lema de la Academia de la Lengua. Pero, en ocasiones, los autores de los textos latinos cometen errores por ignorancia, que se convierten en traición para el homenajeado.
Uno de estos casos lo tenemos muy cerca y la víctima ha sido el más famoso de nuestros novelistas, José María de Pereda. En la fachada de su casa natal solariega de Polanco, aparece una inscripción que recuerda su nacimiento, pero un autor anónimo, quizá un latinista local, como el maese Cabra de Quevedo, o el cura del pueblo que no sabía más latín que el necesario para la misa, ha hecho un verdadero estropicio. El texto reza así: «In hac domo natus fuit José María de Pereda (1833-1906), litteratus». Casi ninguno de los términos latinos es correcto.
«Natus fuit» debe traducirse por «fue nacido»: es evidente que ninguno de los humanos hemos nacido por propia iniciativa sino que nos han hecho nacer, pero lo correcto es «natus est», «nació». Pero no se trata de una traición como es el calificativo de «litteratus». Es evidente que el genial autor de la inscripción quería expresar algo distinto de lo que este término latino significa, «el que sabe escribir», es decir, que nuestro apreciado novelista no era analfabeto.
Otras veces los textos no son fruto de la ignorancia, sino de la malevolencia, y fruto de un buen conocimiento del latín. Es este el caso de una inscripción en homenaje a Francisco Franco que hasta hace poco tiempo podía leerse en uno de los muros laterales de la catedral de Salamanca, en la plaza de Anaya, frente al edificio de la Facultad de Filosofía y Letras. Es bien conocida la vieja tradición de la Universidad salmantina por la que quienes se doctoran en ella tienen el privilegio de grabar en los muros del edificio un bello anagrama con la palabra «Víctor» y la fecha y el nombre del nuevo doctor. Pues bien, en 1954, la Universidad concedió a Franco el título de Doctor Honorífico. Un canónigo de la catedral, muy culto pero antifranquista, tuvo la genial idea, con la aquiescencia de todas las autoridades, tanto eclesiásticas como académicas y políticas de diseñar un Víctor muy original del Caudillo en ese tan noble lugar. Y digo diseñar porque, en bellas letras mayúsculas, al nombre del nuevo doctor Generalissimo Franco añadió el apelativo «ML HSP GLOR», que hay que leer «Miles Hispanus Gloriosus». Al vanidoso y no merecedor del título nuevo doctor le gustó el texto y allí lo hemos contemplado muchos hasta tiempos recientes porque fueron muy pocos los que cayeron en la cuenta de que Miles Gloriosus no significa lo que Franco se imaginó, sino «soldado fanfarrón». Baste recordar una famosa comedia de Plauto titulada 'Miles gloriosus' y traducida como «El soldado fanfarrón».
Se podrían citar números casos similares, pero aduzco estos para demostrar la importancia de saber latín, para bien y para mal. Y no puedo por menos que recordar la famosa declaración del ministro de Franco, José Solís Ruiz, quien en una ocasión manifestó que lo que España necesitaba era «menos latín y más deporte». El citado ministro había nacido en Cabra (Córdoba) y un profesor de latín le recordó que el nombre romano de Cabra era Egabrum y que, gracias a eso, los nacidos en esa localidad reciben el nombre de «egrabenses» y no, como correspondería en español «cabro...». Pero, al igual que los ministros de Franco, nuestros responsables políticos posteriores continúan ignorando la importancia de enseñar y aprender el latín.
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