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Resulta obvio: empezando por las formas y siguiendo con los contenidos, el aterrizaje de Trump en la guerra en Ucrania es la tópica irrupción del ... elefante en una cacharrería. La famosa tesis, que nos han explicado algunos analistas, de que los pirotécnicos órdagos trumpianos son una mera táctica para ganar una ventaja de salida en la negociación, y de que, detrás de estos vendrá la calma pragmática, no parece muy aplicable para este caso, empezando por la evidencia de que el órdago Trump se lo ha echado al débil, o sea a Zelenski, y de que, ante el fuerte, es decir ante Putin, lo que ha hecho es bajarse los pantalones pues, le guste o no, la OTAN también es EE UU, y Europa, una parte del imperio a la que, con este precipitado gesto, amaga con renunciar el emperador.
Trump ningunea a Ucrania y a la UE con el fin de representar la escena de los dos gallos que se reparten el pastel en el corral. Pero, cuando esas dos partes son desiguales (el único que de verdad gana es Putin) y cuando a quien se ningunea es al propio aliado histórico, esa escena no acaba de resultar verosímil. Se dice estos días que, con su traición a Ucrania, Trump dinamita el orden establecido tras la II Guerra Mundial, pero esto no es exacto. Lo que está intentado Putin es, paradójicamente, volver a aquel mismo orden, el de la Unión Soviética que se comió toda la llamada Europa del Este dinamitando –eso sí– el orden surgido tras la caída del Muro de Berlín, que es otra cosa y la antítesis de aquel.
El imperio, sí. La diferencia entre los romanos y los americanos es que los primeros ponía los pies en los territorios que conquistaban y trazaban calzadas mientras que los segundos solo conquistan el mundo con la moda y las bases militares. Trump renuncia con su nacionalismo proteccionista y provinciano al imperialismo que se le seguirá echando en cara y a un papel de árbitro en el mundo al que, con todo su 'wokismo', no habían renunciado los demócratas de Biden. Trump, que no sabe ni dónde está Rusia ni la Estonia ni la Letonia que correrán peligro después de entregada Ucrania a un Putin que busca desesperadamente su salida al Báltico y que tiene como primera fase de su programa resucitar la Unión Soviética sin comunismo.
En estos días, los franceses tratan de hacerles frente a uno y otro. Macron intenta ocupar el puesto de líder europeo y atlántico que un tal Sánchez creía reservado para él mientras el filósofo Henri Lévy habla de crear un ejército propio a una Europa que no está por la militarización sacrificial de su juventud. Una Europa que, mientras le insulta, le agradecerá en secreto a Trump que le haya librado de la patata caliente de Zelenski y del dilema churchilliano: esa elección de mal gusto entre el deshonor y la guerra.
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Ana del Castillo
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