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Cuando un bosque se quema, algo suyo se quema, señor conde», dibujó en una viñeta el genial Perich, como contraposición a una campaña televisiva de prevención que decía que «cuando el monte se quema, algo tuyo se quema». Entonces muchos bosques –símbolos por excelencia de ... lo que debería ser un bien público– pertenecían a la nobleza. Ahora la mayor parte son comunales, lo que no supone que sean del todo nuestros, porque esa titularidad está mal vista por algunos ganaderos que los creen de su exclusiva propiedad. Y conciben su gestión con un atavismo inmovilista ('atăvus', en latín, es el cuarto abuelo, el antepasado), porque siempre han hecho las cosas de la misma manera y consideran que así deben seguir haciéndolas. Una actitud ancestral que mantienen ante el fuego, ante el lobo, ante los buitres, o ante cualquier circunstancia que influya en el libre pastar de sus ganados. Las demás posturas son ñoñeces de las gentes capitalinas: «Que vengan los señoritos de Santander a apagar el fuego», dijo no hace mucho un alcalde de pueblo, marcando claramente las fronteras entre el mundo ideal y el práctico, y demostrando las distintas sensibilidades que hay en el asunto.

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