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Roman Jakobson escribió sobre un grupo de grandes artistas:
«El nombre de Fernando Pessoa exige ser incluido en la lista de los grandes artistas ... mundiales nacidos en el curso de los años 80: Stravinsky, Picasso, Joyce, Braque, Khlebnikov, Le Corbusier. Todos los rasgos típicos de este gran equipo se encuentran condensados en el poeta portugués. «La capacidad extraordinaria de estos descubridores para superar sin cesar sus propios hábitos apenas adquiridos, unida a un don sin precedentes para apropiarse y conformar de nuevo cualquier tradición antigua, cualquier modelo extranjero, sin sacrificar la marca de su individualidad personal en la polifonía asombrosa de creaciones siempre nuevas, está íntimamente unida a su sentimiento sin igual por la tensión dialéctica entre las partes y el todo unificador, así como entre las partes conjugadas, en particular entre los dos aspectos de todo signo artístico, su significante y su significado». Pessoa debe ser clasificado entre los grandes poetas de la «estructuración»: que, según su propio juicio, «en lo que expresan éstos son más complejos, porque expresan construyendo, arquitecturando, estructurando» y este criterio les sitúa por delante de los autores «privados de las cualidades que constituyen la complejidad constructiva».
Se diría escrito para Godard, nacido 40 años después. Quizás el desfase temporal entre Godard y los otros grandes artistas, cuyos rasgos él reproduce, venga dado por la tardía aparición del cine, que ha necesitado esos 40 años suplementarios para tener tiempo de volverse sobre sí, de mirarse a sí mismo y reflexionar, característica esencial de todos esos grandes innovadores de la forma que señala Jakobson. El propio Godard ha indicado que él pertenece a la primera generación que ha aprendido en la Cinémathèque, es decir, en el museo, viendo cine considerado como del pasado y siendo consciente, por tanto, de su desarrollo formal.
Porque Godard, en eso también semejante a los artistas de la generación 1880-90, innova a partir de un conocimiento sin igual de «cualquier tradición antigua, cualquier modelo extranjero, sin sacrificar la marca de su individualidad personal en la polifonía asombrosa de creaciones siempre nuevas». Toda la obra de Godard en los años 60 es un diálogo con los cineastas de las más diversas tradiciones, desde Lang, Mann y Fuller o el cine americano de serie B (À bout de souffle), hasta Jean Rouch (Masculin Féminin, que es una especie de Chronique d'un hiver), pasando por Bresson (Le Petit soldat), Lubitsch y la comedia musical (Une femme est une femme), Dreyer y Bresson de nuevo (Vivre sa vie), Rossellini (Les Carabiniers), Lang o Antonioni (Le Mépris), Griffith (Bande à part), Bergman (Une femme mariée) o Welles y Lang (Alphaville) o de nuevo Bergman (Pierrot le fou o À bout de souffle).
Sólo el pasar revista a todas las invenciones del Godard de su primer período como cineasta, el de los «años Karina», es una tarea desesperante por la certidumbre de que sería imposible hacer un inventario exhaustivo. Godard ha dicho que sus películas de los años 60 eran escalones de distintas escaleras, mientras que las de los años 80 -la época de su retorno al cine- lo eran de la misma escalera. Las invenciones de los años 60 se disparan en todas direcciones, reelaborando, transfigurando las influencias de los maestros hasta llegar a formas nunca vistas que a veces desarrollan las tradiciones y otras las niegan. Pese a esto Godard ha tenido muchos detractores que lo han acusado -guardianes de la ortodoxia- de no hacer cine, de salirse de los límites del cine, y de que sus personajes son fríos, opacos, y carecen de la profundidad humana de los de los grandes clásicos del cine. Que la obra de Godard se sale del marco del cine de ficción narrativa, tal y como estamos acostumbrados a entenderlo, es indiscutible (y él mismo se preguntaba en un texto sobre una de sus películas más audaces, '2 ou 3 choses que je sais d'elle', «si esto es cine»). En cuanto a la profundidad de sus personajes es posible que quede -para la gran mayoría del público- más oculta que descubierta por la forma, cuando ésta, según la tradición clásica, debería ser transparente, comunicar con la mayor intensidad posible el contenido. Se produce un malentendido porque, sin duda, la preocupación fundamental que unifica esos más de 50 años, primero de crítico y luego de cineasta, lo que ha sostenido la creatividad de Godard, ha sido el preguntarse por la forma. El verdadero centro de interés de su obra es una indagación incomparable sobre lo que significa el cine, en qué consiste, cómo se hace y qué hace, cómo se relaciona con la realidad, cómo la transforma inevitablemente, en qué la convierte; o mejor, qué aspectos de la realidad son los que le conciernen, de qué parte de la realidad puede dar cuenta, en qué es único, qué le diferencia de las demás artes, qué le es propio. Porque es fácil comprender que no se relacionan de la misma manera ni con los mismos aspectos de la realidad, una sinfonía, un óleo o un poema, aunque todos puedan tener elementos estructurales en común, y también se puede ver que el cine es capaz de integrarlos a todos. Una indagación, pues, no sólo del mundo sino del cine. La verdad de cómo se mueve una cámara o cómo da la luz del sol sobre un rostro. Toda película de Godard es, así, un documental de sí misma: «¿Mi posición ante los actores?, la del entrevistador ante el entrevistado». Godard, realidad en presente y presencia de la forma que se hace visible y nos habla de sí misma. No la realidad fijada por la forma, esa clase especial de realidad que es la ficción, sino la forma hecha sensible al aplicarse sobre la realidad, sobre esa otra clase de realidad que es el entorno inmediato:
Toda película y toda puesta en escena se han construido siempre sobre recuerdos. Hay que cambiar eso. Partir del afecto y los ruidos nuevos.
Documental: presente. Ficción: memoria (toda ficción es memoria recreada, está basada por esencia en la reconstrucción imaginaria que hacemos a partir de nuestro acervo). En vez de memoria recreada, un ahora absoluto detenido en su transitoriedad por una forma soberana, por la belleza del estilo. Ese estilo que aferra a dos manos la realidad y la palpa, la manipula, la 'trabaja' -la acaricia también-, para convertirla en forma artística, en un abrazo desgarrador cuya violencia y fruición nos señala con claridad su origen. Quizás Godard no ha ahondado en las vivencias de sus semejantes como lo han hecho otros grandes cineastas, pero nadie como él ha pensado el cine.
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Ana del Castillo
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