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En la correspondencia no epistolar, sino de mensaje de voz, con mi amiga Isabel desde Argentina, me cuenta que ha podido cuidar a un ser querido como hay que hacerlo cuando se cuida «desde un lugar luminoso». Y claro, pienso: todo deberíamos hacerlo desde ahí, ... de ese modo consciente y entregado; solo así la vida cobra sentido. Por eso mismo, me cautivó el título de la novela de Zsuzsa Bánk y se me quedó clavada la frase de mi amiga: es lo que me lleva a tratar de indagar en el misterio de los espacios y tiempos libres de sombras.
En el caso de la novelista alemana, 'los días luminosos' son el recuerdo de la niñez, el lugar de la inocencia y las horas felices. La sensación de una infancia cual verano perpetuo. Pura añoranza.
Evoco esos días llenos de luz del verano volviendo de la playa del Puntal al anochecer, recibiendo en la pedreñera la brisa del mar en la cara, con el cuerpo enrojecido y el salitre en el pelo. El inicio de las vacaciones era el viaje hacía la casa familiar después del trabajo cumplido, atravesando laderas de girasoles resplandecientes y bosques de un verde sombra refrescante. Y luego el retorno, con el olor a campo seco del final del estío y el deseo, en el fondo del estómago, de enfrentar nuevos retos.
Proust narró la perplejidad del protagonista de su novela 'En busca del tiempo perdido', justo antes de morir, al descubrir lo sublime del insignificante detalle del muro amarillo en el célebre cuadro de Vermeer, 'Vista de Delft'. En ese postrero momento el escritor anhela la pasión del pintor que consiguió expresar todo un mundo en un fragmento de pared. El genio del neerlandés radicaba precisamente en la capacidad de fijarse en detalles minúsculos, esos que nos abren los ojos a un universo infinito. Los interiores a los que nos permite asomarnos no son lúgubres; muy al contrario, en vez de producir sensación de encierro nos trasladan a países de ultramar, a aquellos lugares de donde procedían los exóticos tapetes que recubrían las mesas.
Vermeer, trasciende lo cotidiano y ve lo que hay más allá. Pinta el sol filtrándose entre las nubes y reposando sobre la superficie tosca de una tapia cualquiera, y en ese gesto mínimo, pone foco a una existencia.
Los iluminadores medievales, eran los artistas que daban color a las estampas, pero estrictamente el término proviene del trabajo ejecutado con pan de oro. La luz o el dorado se asociaba con lo divino, por eso también tenía el doble sentido de 'esclarecer', de verter claridad sobre el contenido escrito.
Con igual intensidad a la maestría vermeeriana, Isiguro pinta con palabras la fuerza del sol, dando vida a Klara. Un relato fascinante de un futuro ya presente. Me emociona sentir en la piel la misma sensación reconfortante que el calor de los rayos producen en la AA (Amiga Artificial) como alimento del androide, pero que, en la novela, se configura como un símbolo vital para toda la humanidad. Percibo en primera persona esa espera ansiada a que aparezca la luz solar tras los edificios y ver la línea de la sombra que marca el paso del tiempo sobre el asfalto.
Como confesaba el Premio Nobel: «Me gustan los cuentos infantiles, porque siempre hay en ellos un poso de oscuridad y tristeza del mundo que les espera. Es una forma de que los adultos les digamos: no queremos mentiros, de momento el mundo es fantástico, pero en algún lugar de ese bosque dibujado se puede ver lo oscuro». 'Klara y el sol' lo transmite con contundencia, un libro sobre la luz lleno de sombras, con un mensaje único e incuestionable sobre la fuerza arrolladora de la naturaleza y el poder generativo del astro solar y, principalmente, sobre la importancia de la empatía y el cuidado consciente a los otros.
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