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El recuerdo que tengo de la Semana Santa de mi infancia en Santander es la visita a las iglesias en la tarde del Viernes Santo junto a mi padre. La tenue oscuridad del templo, engañada por la luz de algunos cirios y el olor a ... incienso, me provocaba una sensación de soledad. Era asistir a la idea del vacío más atroz. Desde entonces se clavó en mi memoria la primera noción de pérdida y desamparo.
La iglesia que más me impresionaba era la de Santa Lucía, silenciosa y solemne. Muchos años después, será la imagen pintada de la muerte de este personaje, una de las obras de arte que más me ha conmovido. Caminaba sin rumbo por Siracusa, observando en cada esquina pequeñas hornacinas con su figura. Aun entonces no sabía que era la patrona de esa villa siciliana.
Al llegar a la plaza del Duomo me topé con una pequeña ermita, una más de tantas, pero con un cartel en la puerta que atrajo mi atención: Caravaggio. El viaje a la isla no lo había planificado y desconocía muchos de los tesoros que me aguardaban, por eso al atravesar el umbral del templo y acercarme al cuadro 'El entierro de Santa Lucía' (1608), el impacto fue total. El cuerpo de la Santa yace en el suelo, convirtiéndose en polvo. Todo es tierra: pigmento, pintura, materia, muerte. Michelangelo Merisi da Caravaggio, el maestro del naturalismo, se atreve a traspasar el límite de lo real para adentrarse en el misterio del más allá y mediante esa imagen describe el tránsito de la vida; el momento en el que el alma se desvanece y el cuerpo se convierte en nada. Él, más que nadie, sabe de muerte, pues está recién llegado a su destino insular tras huir de Roma después de matar a un hombre.
De los cuadros de esta etapa dice Muñoz Molina que son «de una creciente negrura, de una religiosidad despojada, de una violencia cada vez más interior». La composición de las figuras en un friso compacto se abre y cierra con dos presencias monumentales que cavan el foso en primer plano. Los personajes alineados al fondo contemplan el cuerpo con gesto agachado y doliente y la Santa se entrega desvanecida, exánime. Parece una Ofelia que, en lugar de flotar en el agua rodeada de flores, es engullida por la tierra. La luz lateral ilumina rostros, músculos, una tiara… Es una Santa humana, muy próxima.
En el Caravaggio del Museo del Prado, recién restaurado y en todo su esplendor de luces y sombras, el pintor parece ser que se autorretrató en la cabeza degollada de Goliat. La suya fue una vida de sufrimiento y huida, salpicada de pintura. El rostro, no hay duda, es el de un personaje ahogado por la culpa.
El viaje siciliano dio para otro encuentro inesperado. Esta vez en el pueblo pesquero de Cefalú y, otro letrero en la entrada de un portal, avisando del retrato misterioso de un hombre. En lo alto de una amplia escalinata se abría un museo peculiar, el del barón Mandralisca, un mecenas del XIX, que patrocinó una escuela para los hijos de los pescadores y donó su colección para el disfrute de todos. Y entre estatuillas de terracota y mármol, conchas y monedas, el cuadro 'Retrato de un hombre desconocido' del maestro siciliano Antonello da Messina (hacia 1470). Es en el primer renacimiento cuando surge la idea del individuo y como dice Tzvetan Todorov «los seres se muestran en su singularidad» y «es en el rostro donde se concentra la individualidad humana». Probablemente, este hombre anónimo que nos sonríe no tenía otra pretensión que ser representado tal y como era.
Vuelvo de nuevo al Prado y en él, a uno de esos cuadros que no deja indiferente. Otro Messina, el del 'Cristo muerto sostenido por un ángel', donde el sonido sordo de la expiración solo puede ser acallado con las lágrimas. Y revivo, una vez más, la soledad enorme.
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