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Un niño recién nacido reposa desnudo sobre el suelo. El terreno es gris sepia, seco y duro. Parece ajeno a todo lo que le rodea, ahí posado. Su naturaleza divina lo distingue del resto de seres; no necesita de nada ni de nadie.
En el ... Tríptico de la vida de la Virgen, del pintor holandés Dirk Bouts, el portal de Belén prácticamente no existe, una techumbre de madera y una arcada dividida por una columna conforman el espacio. La escena está enmarcada en una arquitectura a modo de pórtico, con profusión de figuras bíblicas en las arquivoltas, como si la historia sagrada narrada en las piedras fuera el sustento del escenario. La perspectiva ya se ha descubierto y al asomarnos, a través de ese marco arquitectónico, se abre todo un mundo. Pero el mundo del medievo, aún, solo conduce a Dios.
Seguramente el hogar más representado durante muchos siglos en la pintura es el que acoge al Niño Jesús en el momento de su nacimiento. Una morada humilde y sencilla.
La ciudad donde este pintor flamenco desarrolló su carrera, Lovaina, le dedica una muestra en la que se pone de relieve que, en ese periodo, los maestros eran meros «creadores de imágenes», que hacían lo que se les presuponía: pintar bien y representar escenas religiosas.
Y lo que pintaban debía provocar introspección y animar a orar. Como la tabla de Bouts donde todo es silencioso, pausado y se respira recogimiento.
Por eso, en la Edad Media se utilizaban pequeños retablos u objetos portables, que el devoto podía sujetar con las manos. El gesto de deslizar las yemas de los dedos por la superficie de la madera para tocar la pintura y seguir las filigranas del relieve en pan de oro, les permitía experimentar, casi, la escena pintada. Además, contemplar la belleza de las imágenes tan de cerca les hacía sentir la presencia de las figuras sagradas. Así, el rostro sereno de la Virgen se despegaba del fondo dorado para hacerse prácticamente real.
El oro en ese periodo está por todas partes; brilla y ciega, nos muestra lo que no se puede ver, lo divino.
Paula Anta, también utiliza láminas doradas para los fondos de sus fotografías. La naturaleza enmarañada de las plantas se convierte en metáfora de aquello que tampoco alcanzamos a ver: desde una neurona hasta una galaxia. De lo personal a lo universal. En la exposición colectiva que el Lázaro Galdiano dedica a Ramón y Cajal, la artista emplea ese metal precioso, símbolo de lo sagrado, como materia y presencia fuera del tiempo y de cualquier lugar, igual que ocurría en las pinturas tardogóticas.
El presente que porta Baltasar en el tríptico de la Adoración de los Magos de El Bosco, es un recipiente esférico repleto de incienso culminado por un ave fénix. Esta preparación oleaginosa servía para ahuyentar el olor de los cuerpos al embalsamarlos a la vez que los elevaba a lo sagrado. En la obra prefigura la muerte y resurrección de Cristo.
El Bosco muestra tres escenarios consecutivos: la vivienda del primer plano desmoronada, el paisaje del fondo donde dos ejércitos se encuentran a punto de iniciar una batalla, y ya en la lejanía, adivinamos la ciudad de Belén. En el umbral de una destartalada puerta se asoma un ser grotesco, maligno, rodeado de extraños personajes, unos recostados en el tejado y otros a un lado de la cabaña, que asedian curiosos. Es una imagen desasosegante que bien podría haber sido pintada por un Dalí del siglo XV. Se presagia algo funesto.
Mientras, en las pantallas reflectantes de nuestros dispositivos electrónicos contemplamos, imperturbables, como se desploman sin tregua, casas, edificios, incluso manzanas enteras de la ciudad. Hogares reducidos a polvo y ruina. En ese lugar, que una vez acogió a un niño desnudo, tirado sobre el suelo, ahora, yace otro cubierto de girones. Esa naturaleza humana que a nadie parece importarle.
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