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Sin casa el hombre es un ser disperso», es la cita de Gastón Bachelard con la que inicia Florencia del Campo la presentación en Madrid de su libro 'Que tenga una casa'. Para la escritora argentina, una morada es el lugar a donde volver y ... ella, migrante en España, recala en Soria en busca de los orígenes de su abuelo indiano. La necesidad de conseguir cuatro paredes y un techo se hace imperiosa, se convierte en obsesión y en la única cura que «sane un poco la herida infecta que deja exiliarse». No en vano, la casa es metáfora de una manera de estar en el mundo: la escritura como intemperie y ese construirse palabra a palabra o, como ella misma sentencia, «escribir la casa».
Para la autora, sin este punto de arraigo no hay un espacio para guardar las cosas y sin ellas, desaparece la memoria. Por tanto, sin casa no existen los recuerdos.
Curiosamente, los capítulos del libro se refieren a los pasos de una edificación: se inicia en la intemperie y con la alusión a los materiales necesarios y continua con el proyecto, los planos o la estructura, para terminar, concretándose en el cuerpo y los cimientos.
Inevitable enlazar con la muestra de Lucía Laínz, 'Un lugar de partida', en el Centro Cultural Doctor Madrazo de Santander, donde reúne parte de las fotografías que componen el fotolibro 'Charter Book' dedicado, precisamente, a la memoria familiar y al hogar.
Las imágenes se despliegan alrededor de otras cuatro paredes, esas que conforman el espacio expositivo, edificando una habitación propia, un contendor de recuerdos que, plasmados en fotos y fragmentos de relatos, narran las luces y sombras de la existencia de la fotógrafa.
Pablo López, comisario de la exposición que puede verse hasta el 24 de octubre, explica: «Los lugares son experiencias temporales, no únicamente porciones de terreno ni parcelas en las que levantamos una casa. Son relaciones con una historia que nos precede y que sentimos que podemos continuar. Incluso que debemos proteger, como la llama de una vela que guardamos bajo la palma de la mano. Del calor de esa llama trata el trabajo de Lucía Laínz. Sus fotografías son fruto de un lento proceso de observación de la vida, que también ha requerido pensar la vida como un modo de observación. Hacer de la mirada una forma de establecer contacto».
Clic tras clic, captura tras captura, ella atrapa su pasado. Ahí está el damero del pavimento de la casa familiar 'La Bruja', que acogía a los diez miembros del clan, siempre unidos y pisando sobre seguro; un juego de damas, siete hermanas y siete madres. Blanco y negro, virado al selenio. La fotografía, como la vida, se hace a base de contrastes de luz y sombra, de lo efímero y de rememoraciones.
Y ahí está también, omnipresente, el retrato de la madre: «Te llamaban Soledad pero creaste la colmena, tejiste el hogar. Hiciste las uniones con el vuelo de la abeja, invisible, interior», tal y como la describe su hija. Una mujer fuerte y laboriosa, aspirando la moqueta del salón en una escena que parece sacada del libro de otra Lucia, la magnífica Berlin' que, en 'Manual para las mujeres de la limpieza', describe la vida azarosa de tantas féminas de esa generación, en la que lo cotidiano se vuelve excepcional, lo natural y espontáneo en estético.
La estancia se ve confortable, amplio sofá y estantería repleta de objetos, jarrones y plantas. En contraste y a continuación, cuelga la imagen de una escena muy distinta, la habitación de la casa de indiano abandonada, con el papel raído y las paredes pobladas de telarañas. La casa que aúlla, como diría Florencia, cuando sus habitantes ya han partido y ni siquiera quedan los recuerdos.
La escritura narra la vida como las fotografías recogen, en un intento de comprensión íntima, la herencia de los que nos antecedieron, esa impronta que se nos queda grabada, igual que el negativo en la bobina del carrete.
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