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Cuenta el mito que la rosa al principio era blanca y se vuelve encarnada al teñirse con la sangre de Venus, herida en el pie cuando socorre a su bello amante Adonis, muerto por los colmillos de un jabalí. El gran experto en el color, ... Michel Pastoureau, señala que «las rosas en la antigüedad o son rojas o blancas, es la flor preferida de la Edad Media, momento en el que aparecen las amarillas, mientras que será durante los siglos XVII y XVIII cuando se diversifiquen los colores, entre ellos el rosa. Y son tan bonitas las rosas rosas que terminan dando el nombre a la flor».
Las rojas se asocian al amor y, ya desde época clásica, son símbolo de belleza, por eso acompañan a la diosa del erotismo y la sensualidad, mientras que la blanca remite a la pureza de la Virgen en la cultura cristiana.
Es difícil elegir la rosa pintada más especial, ¡hay tantas! Pero me atrevo a señalar la que tenemos la suerte de poder ver estos días en el Prado: el Bodegón con cidras, naranjas y rosa (1633) de Zurbarán, la obra invitada procedente del Museo Norton Simon. La rotundidad y perfección de cada elemento es sublime, y el maestro barroco contrapone como nadie los objetos realizados por la mano del hombre, la bandeja de peltre o la taza de loza blanca, con la flor posada al desgaire, procedente de la naturaleza. Fue un virtuoso en la representación de las calidades; pensemos en sus célebres cacharros alineados o en las texturas de los paños opulentos de sus famosas santas. El inesperado tesoro que esconde Isabel en el regazo no es otro que un manojo de rosas que milagrosamente despliega ante su avaro marido, que la acusa de llevar escondido dinero a los pobres. Tierna historia que transforma la caridad en flor.
En el título del relato breve de Raymond Carver, 'Tres rosas amarillas', las flores ponen el contrapunto cotidiano al trágico instante de la muerte de Chéjov en un hotel alemán a la edad de 44 años. El botones entra en la habitación a retirar las tres copas de champán que el médico ha ofrecido al moribundo y su mujer: «sostenía entre sus manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las rosas a Olga con un airoso y marcial taconazo» y el joven, percatándose poco a poco de que algo no va bien en la estancia, ya no supo qué hacer con su presente. Tres asistentes al fatal desenlace, tres copas y tres rosas. Las flores aportan con su belleza serenidad, son el trasunto de la fragilidad y el paso del tiempo, pero, sobre todo, reflejan la cotidianidad del momento.
Frente al realismo sin concesiones del escritor estadunidense, la sagacidad del italiano Roberto Calasso, que en el 'Rosa Tiepolo', afirma «para un pintor quizás el destino más deseable y el más justo, sea convertirse en un color, como Dafne en el laurel. Eso le sucedió a Tiepolo con Proust». «Para Marcel –continua Calasso– Tiepolo fue ante todo la bata de Odette, la maravillosa prenda «de crêpe de Chine» o de seda, rosa antiguo, cereza, rosa Tiepolo, blanca, malva verde, roja, amarilla, lisa o con dibujos, con la que Madame Swann había desayunado y que estaba a punto de quitarse».
Igual de maravillosa es la de mi madre, de idéntico tono, que envuelve su frágil cuerpo como si la rodeasen mil pétalos. No hay una flor más hermosa.
En este mayo de flores y madres, propongo que nos acerquemos a una rosaleda, a deleitarnos con las más de treinta mil variedades y los sugerentes nombres que, además del latín con el que aprendimos a declinar, nos llevarán por veredas de una primavera sensual con solo imaginar la «rosa alba muslo de ninfa» o «el rubor de la doncella». Y que aprovechemos el paseo para inhalar el intenso aroma que desprenden. Quien no tenga un parque florido próximo, que entre en un museo. Seguro que contemplar los jardines a 'plein air' que pintaron los modernistas e impresionistas les pueda provocar un efecto sinestésico, de ver y oler al mismo tiempo. Y, si no, prueben con el 'Ramo de rosas en un vaso' (1882) del Art Clark Institute de Manet. Él sí que supo captar lo esencial de la flor.
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