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Así suena el tiempo, uno de los secretos mejor guardados de la existencia, que a pesar de resultar incomprensible hemos podido medir, aunque aún estemos lejos de dominar.
Para Olga Tokarczuk, premio nobel polaca, se trata del don humano más delicado de todos. Por eso, ... concibe el acto mismo de escribir como una lucha para salvar la experiencia fugaz del inevitable paso del tiempo.
Y esa fascinación que nos produce desde la antigüedad siempre ha sido objeto de múltiples representaciones; pocos dioses imponen tanto como un Urano o un Cronos devorando a sus hijos.
No solo. Cuando Apolo pierde a su hijo Faetón y presa de dolor decide no sacar el carro del Día (el que porta el sol de lado a lado de la esfera terrestre), el mundo queda sumido en las tinieblas del 'no tiempo'; ni un amanecer ni un ocaso más.
En el siglo XVII, Simon Vouet pinta El Tiempo vencido por la Esperanza y la Belleza, y lo personifica en la figura de un anciano de barba canosa postrado en el suelo con dos atributos: la guadaña que siega vidas y el reloj de arena imparable.
Durante el barroco calaveras y velas, flores y frutas que van a marchitarse, y por supuesto también relojes, pueblan las obras de arte a modo de recordatorio de lo efímero y vano de la vida humana. Tampoco faltan acompañando a personajes prominentes. Un reloj junto a un rey simboliza los deberes y obligaciones de su cargo, así como la templanza que debe acompañar a todo buen gobernante.
En el Museo del Reloj Antiguo de Grassy, rodeados de esas joyas mecánicas, el tiempo parece detenerse. Los hay de sobremesa, de péndulo, de bolsillo, pero son los autómatas los que me resultan más extraordinarios. El del mono que mueve los ojos y se mira en el espejo, fechado en un temprano siglo XVI, me desasosiega, mientras la 'jaula de pájaros', que emite música con el canto de las aves, perteneciente a la última centuria que abarca el museo, el XIX, me maravilla. El lugar encierra un mundo de sofisticación y lujo, y a la vez, de prodigiosos avances científicos y tecnológicos.
Los relojes populares, ya al alcance de todos, tenían la función de unificar los retrasos y poner en orden a los ciudadanos, por eso no se situaban en cualquier edificio; mejor en los emblemáticos: los de los monasterios, luego los de los campanarios, después los de los bancos o ayuntamientos. El que marca las horas en el Banco de España, recordando la consigna de ser productivos, o el de la madrileña Puerta del Sol, que sigue acogiendo hordas de gente dispuestas a celebrar la llegada de un nuevo año. Recientes sus campanadas y ya está aquí febrero. De nuevo el paso del tiempo inexorable.
Scorsese, en la 'Invención de Hugo', rindió homenaje a uno de esos grandes relojes de estación de tren de principios del siglo XX; qué mejor sitio, símbolo de modernidad y de ese trasiego de la vida contemporánea. Pero la película está sobre todo dedicada al arte que constituye ver pasar el tiempo, el cine, en un reconocimiento al gran maestro Georges Méliès.
En 2010, una vuelta de tuerca más, con la videoinstalación The Clock de Christian Marclay, que crea una paradoja entre el tiempo real y el ficticio: la hora del espectador que contempla la cinta es la misma que la marcada en cada una de las escenas, procedentes de múltiples películas en las que aparece un reloj. Hablamos de una reflexión sobre el metatiempo, el tiempo dentro del tiempo, y de su representación en el mundo del arte.
Sin embargo, hoy está dominado por la prisa, cuando no por la necesidad de hacer algo provechoso con él. Acelerados por un internet que proporciona respuestas inmediatas, necesitamos, más que nunca, ir en busca del tiempo perdido. Aquel que, como si de un reloj defectuoso se tratara, se ha quedado atrapado en poderosas redes que ya ni sonido tienen. ¿Dónde quedó su tic-tac?
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