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Es noche cerrada, camino desde la estación de tren atravesando los jardines de Pereda. Al aproximarme al edificio de Renzo Piano, del Centro Botín, lo percibo como un gran cetáceo que ha aflorado a la superficie, cálido, envolvente, benigno. Las teselas cerámicas brillan, tintinean igual ... que alguna estrella colgada encima de la bahía, provocando un efecto irisado de escama de pez.
La estructura se apoya 'palafíticamente' sobre el suelo. Entonces, por primera vez, me fijo en el camino que forman las luces insertadas en el pavimento, que evocan las señales de pista de un aeródromo, donde parece que acabara de posarse una nave espacial del futuro. Lo es, un centro que alberga arte y creatividad está moldeando las mentes de los que nos sucederán.
Ahora escucho el rumor de las fuentes de Cristina Iglesias, que animan los jardines, conectadas entre sí y con la cercana bahía, nos recuerdan cómo la vida surge de las profundidades y permanece debajo de lo que construimos. Y vienen a mi mente sus reflexiones en torno a la idea de tránsito, tan presente en toda su obra. Delante de la Laguna Estigia de Patinir en el Prado comenta que ese agua por donde Caronte transporta las almas, al paraíso o al infierno, en la Divina Comedia de Dante se describe como un lugar gris, oscuro, tóxico. Algo que no ocurre en la interpretación pintada por este artista flamenco, de los primeros que atienden al paisaje, pues nos regala unas aguas azul lapislázuli, que para Cristina simbolizan un río.
Transitar por un museo, es un viaje. Un cuadro lleva a una reflexión y el siguiente a otra. Van conformando las capas de la memoria y los estratos en los que se apoyan la mirada y la imaginación, tanto del espectador como del artista. Por eso, cuando a la escultora le encargan las puertas del edificio de Moneo para la ampliación del Museo del Prado, crea un portón-pasaje, e incide así en la noción de umbral y tránsito.
De esta forma, la escultura en bronce se convierte en una entrada desde el espacio ciudadano, la plaza, que invita a introducirnos en el espacio de lo imaginario, el templo. «El arte sirve para abrir puertas, nos enseña a mirar y nos conmueve. Es una invitación a conocer otros mundos», comenta.
En ARCO, dos grabados de Cristina Iglesias ocupan el stand de la Fundación Amigos del Museo del Prado y el lema indica: «Después de Velázquez».
Cuatro siglos más tarde, las dos vistas de la Villa Medici, que el maestro sevillano pintó en alguno de sus viajes a Italia, son motivo de reflexión para la escultora. La serliana arquitectónica y la naturaleza están presentes en los dos pequeños lienzos barrocos, donde sorprende la fractura rápida, abocetada y suelta. La luz se enreda con las sombras en un intento casi impresionista de fijar un instante. Como en tantas cosas, Diego da Silva, se adelanta: observa el paso del tiempo, presta atención a la atmósfera del mediodía o de la tarde y representa una naturaleza directa, que no cuenta ninguna historia, y aquí de nuevo innova: solo pretende reflejar su propia experiencia. Pero, además, es un maestro de la intriga ¿Hay algo detrás de la puerta?
Cristina le sigue el juego y en sendas obras que realiza interpretándole abre lo encerrado, deja que el ojo se asome a un vacío tras el cual aflora de nuevo el paisaje. Por un lado, atrae la atención del espectador hacia la oscuridad del hueco, y por otro impide la visión mediante una celosía de esparto. Así, el espacio plano del papel en Iglesias y del lienzo en Velázquez, se hace transitable, hay toda una ficción en el interior y múltiples capas de significados que ambos artistas nos invitan a descifrar. Paradojas y adivinanzas.
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