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Arribamos a Venecia en la oscuridad de la noche y bajo un manto de lluvia intensa. Agua por todas partes. Intentamos encontrar nuestro alojamiento avanzando y retrocediendo por calles laberínticas cortadas por pequeños canales. Sentimientos encontrados, por un lado, excitación por volver a esta ciudad ... asombrosa y descubrírsela a mi hijo adolescente, por otro, cierta desesperación y a la vez temor ante tanto extravío. Además, el recuerdo de la historia siniestra de Ian McEwan en 'El placer del viajero' hacía prevalecer una sensación de fatalidad.
La ciudad da para mil versiones; literaria, cinéfila, musical, artística… inefable. Serenísima.
Era el último fin de semana de la Bienal de Arte y, a pesar de que hasta hacía unos días, en google maps la ciudad aparecía en rojo, cerrada por acqua alta, acudimos a esta cita ineludible en la que el arte del futuro se muestra en el escenario del pasado.
El escaso turismo que la situación había provocado dejaba contemplar el espectáculo de la ciudad anegada en toda su belleza. Y a la vez, nos golpeaba la conciencia de su terrible destino. Navegábamos al borde de palacios semihundidos con el agua rebosando las ventanas y lamiendo esculturas, columnatas y logias. Una próxima Atlántida.
En ese estado, entre el sueño y la pesadilla, rememoré una sensación similar, cercana a la solastalgia, cuando caminando por la superficie áspera, fría y reflectante de un glaciar percibí lo efímero de nuestra condición; frente a lo perdurable que se deshacía bajo mis pies. Mucha melancolía al pensar que algo tan bello, creado por el hombre en un caso, o tan eterno, producto de la naturaleza en el otro, pudiera dejar de existir por la acción depredadora del hombre.
Agua que ahoga, sube y crece, que se congela, derrite y filtra hasta desaparecer. «El agua es igual al tiempo» que diría Brodsky en 'Marca de agua'.
Tiziano y el Greco diluían sus pinceles en pigmento y aceite, manchando la superficie del lienzo con brochazos que asemejan reflejos (se nota que se asomaron a menudo a esas densas aguas de los canales).
Tantas veces inmortalizada, cada cual a su modo. Guardi y Canaletto estamparon en pintura las primeras postales. Martín Rico se atrevió con una tímida ficción al representar la ciudad eliminando o cambiando de sitio algunos edificios. Y Dionisio González hace verosímil, no la Venecia que desaparecerá sino la que nunca existió.
Mientras que para Cees Nootembom ('Venecia. El león, la ciudad y el agua') «en aquel lugar el ser humano había creado algo imposible: en un par de terrenos pantanosos, había inventado un antídoto, un remedio mágico contra toda la fealdad del mundo». «¿Cuánto pesarán todos los ojos juntos que han visto esta plaza (San Marcos) alguna vez?»
Asimismo, Jan Moris en 'Venecia' traduce la ciudad a cifras y cuenta. Lo cuenta todo: «3 puentes cruzan el tremendo canal, 47 canales secundarios desembocan en él, 200 palacios lo flanquean, 48 callejuelas bajan hasta la orilla, 10 iglesias…»; campanarios de las más variadas alturas y leones de todos los tipos. Relata con minuciosidad esa sociedad anfibia, la que esculpió en piedra animales marinos en el palacio neogótico que acoge el mercado de pescado. Uno más en el agua.
Yo me quedo con el Palacio Ducal y la carrera por sus estancias, antes de su cierre, porque las sirenas ya anuncian el acqua alta y tenemos una hora escasa para visitarlo. Preferimos entrar y verlo a la carrera antes que perdérnoslo. Y como los protagonistas de la película de Godard, que atraviesan el Louvre a toda velocidad, recorremos patios, escaleras y una sala detrás de otra, hasta llegar exhaustos al gran atrio cuadrado donde, a solas, nos tiramos al suelo para contemplar extasiados, cara a cara, el techo pintado por Tintoretto. Qué mejor cielo sobre las aguas.
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