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Es mi color. Siempre vuelvo a él y cuando estalla la primavera y la naturaleza se cubre con un manto verdoso tengo, la imperiosa necesidad de sumergirme en un bosque. Contemplar los primeros brotes es asistir a un nacimiento, observar cómo palpita y se renueva ... la vida. Transmite emoción. El primer verde es intenso y prácticamente uniforme, como si cada árbol según van creciendo sus hojas, fuera recordando su propio color; al igual que un niño al hacerse mayor, va adoptando su personalidad. Es el momento en el que la naturaleza se hermana y es toda una, adquiriendo una fuerza prodigiosa y apabullante.
Imagino a Perséfone saliendo de las entrañas del Averno, para volver al cobijo de su madre, engalanada con una capa verde como la cola infinita de un pavo real, rutilante y esplendorosa. Y Gea, la tierra, después de los meses en que ha permanecido a la espera triste, fría y seca, tímidamente deja brotar las primeras florecillas silvestres, pequeñas pinceladas de lila, amarillo, malva… que, incrédula de volver a ver a su hija, pinta al borde de los caminos. La alegría poco a poco se va desbordando hasta convertirse en júbilo y cubrir los campos de mil matices con flores de todos los colores del arco iris. El antiguo mito de la primavera me estremece, pues representa la pérdida y vuelta a la vida, el ciclo que da sentido al paso del tiempo.
El verde de los primeros brotes encierra una promesa, por eso lo comparo con el que nos regala El Greco. En el San Juan del Prado, la túnica aterciopelada, vibrante y evanescente, se descubre bajo un manto rosa y trepa, desde la mano del evangelista, con densos pliegues que asemejan la hierba peinada por el viento. Esa mano, que a duras penas se asoma, sostiene un cáliz del que brota un imperceptible dragón que nos recuerda el envenenamiento del que salió victorioso el santo. Quizás Domenico Teotocopuli quiso aprehender la primavera como una metáfora de la vida.
Para Michel Pastoureau el verde en algunos momentos fue un color asociado tanto a la esperanza, naturaleza y libertad, como al veneno, el dinero e incluso, al diablo.
Precisamente esto último (veneno, dinero o diablo), es lo que con horror nos revela el libro de William Atkins sobre los desiertos. Esos parajes «faltos de vida» que en el siglo XIX eran explorados por valientes y románticos aventureros, hoy se han convertido en basureros. Pero, de todos los que describe, el que más impresiona es el que ha mutado de mar a desierto, por la devastadora acción del interés del hombre. La enorme superficie del Aral (la misma que España), se ha desecado hasta casi desaparecer por tanto cultivo indiscriminado del algodón ruso.
Un mar de peces convertido en polvo fangoso.
Federica Bertocchini es apicultora aficionada, mima las abejas porque en ellas está el futuro. Se extasía cuando al margen de los senderos encuentra una minúscula flor silvestre, increíble tanta belleza en algo tan mínimo: la amapola morada, el rododendro, los sanjuanines o gorros de hada… Ella sabe del milagro de la polinización y de la fuerza de la naturaleza para permitir esas creaciones que tiñen los campos. Pero de lo que sobre todo sabe, como científica, es de lo que nos jugamos con el cambio climático. Hace trece años llegó primero a Santander arropada por el CSIC y después a Madrid para investigar, y en este tiempo ha descubierto unos gusanos que degradan el plástico. Un proyecto esencial ahora en 'stand by'. ¿Conseguirá la mariposa salir de su crisálida y volar alto o quedará el gusano aplastado bajo tantos intereses?
Si los humanos nos aunáramos como la naturaleza, que en su resurgir primaveral tiende ese poderoso manto verde, conseguiríamos, sin duda, revertir el futuro.
Mientras, el verde seguirá virando a marrón.
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