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Durante la primera ola de la pandemia de coronavirus, algunos gobernantes decidieron apostar por la estrategia de la inmunidad de rebaño a la hora de controlar la transmisión de la enfermedad. Esta medida supuso un fracaso estrepitoso allá donde se puso en marcha, lo ... que no es óbice para que ahora, en plena segunda oleada, se vuelva a especular sobre su validez.
La estrategia de la inmunidad de rebaño consiste básicamente en dejar que la población se infecte libremente para que los individuos que adquieran inmunidad de esta forma actúen como barrera contra la expansión del virus. La clave se encuentra en el número reproductivo básico, la ya famosa R, que indica la capacidad de expansión de la enfermedad. Si R está por encima de 1, la patología seguirá expandiéndose, pero en el momento en el que baje de este nivel empezará a extinguirse de forma progresiva. Una versión alternativa, establecer diferentes criterios de protección en función del riesgo de los grupos de población, cobró fuerza a raíz de la Declaración de Great Barrington, firmada por epidemiólogos de universidades prestigiosas; aunque no tardaron en surgir voces críticas, que dudaban principalmente de las implicaciones éticas de este tipo de medidas. Y es que, de entrada, no podemos predecir la cantidad de gente que desarrollará formas graves de la enfermedad, y se ha calculado que dejar circular libremente al coronavirus ocasionaría unos 77 millones de muertos.
Según los expertos, para que la inmunidad de rebaño sea eficaz, son necesarias tres condiciones: que el huésped sea único, que la infección se transmita de persona a persona, y que la transmisión induzca una inmunidad sólida. Es en el tercer punto donde la estrategia flaquea, ya que todavía no conocemos la duración de la inmunidad ni su alcance. Tampoco conocemos exactamente el umbral de inmunidad necesaria para proteger a la población, que puede estar entre el 30% para un virus poco contagioso, hasta el 95% para el sarampión, tal vez el virus más contagioso. En el caso de SARS-CoV-2, se ha estimado que la inmunidad de rebaño estaría entre el 70-75%, aunque seguramente no tenemos todavía suficientes datos como para garantizar este valor.
Nuestra Margarita del Val avisaba de que son necesarios veinte años para alcanzar la inmunidad de rebaño de forma natural, pero en este caso puede haber pecado de optimismo. El epidemiólogo sueco Anders Tegnell ha recordado que «no ha habido ninguna enfermedad infecciosa en la historia en la que la inmunidad colectiva haya detenido completamente la transmisión sin una vacuna previa». Parece lo más lógico, por lo tanto, que la inmunidad de rebaño nos llegue a través de la vacunación, aunque todavía no tengamos ninguna vacuna disponible. La diferencia principal entre optar o no por la inmunidad de rebaño natural, alegan los expertos, es el tiempo. Si todo el mundo enferma a la vez, el sistema hospitalario se resentirá indudablemente. Por el contrario, si se protege a la población de una incidencia descontrolada del virus, se gana tiempo para evitar que se dispare la incidencia acumulada de la enfermedad y para diseñar fármacos que la combatan.
Por eso, mientras llega la vacuna, y para ganar tiempo, tenemos que seguir aplicando las medidas efectivas que tenemos a nuestro alcance: la detección de casos, los aislamientos y, sobre todo, la higiene y las mascarillas.
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