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La palabra mágica del momento es 'sostenibilidad'. No deberíamos seguir consumiendo tantos recursos naturales de nuestro planeta, pues no son infinitos y de momento no hay planeta suplente al que ir o del que traer. (Quizá algún día la Luna sea para la humanidad como ... las canteras de Escobedo o los patatales de Valderredible, pero queda mucho para eso). Así que tiene que ser 'sostenible' todo: la vivienda, el transporte, la industria, el turismo, la alimentación, la pesca, la energía, la gestión de residuos, la ganadería, la agricultura, la construcción... Todo tiene que 'sostenibilizarse' o verse condenado a la hoguera del siglo.
La moderación del impacto de nuestros estilos de vida, o más bien de los medios que empleamos actualmente para mantener dichos estilos, obliga a un gran cambio de mentalidad y de costumbres. Se puede asimilar a una revolución cultural o ideológica o religiosa. Y requiere al menos dos factores importantes para su realización: el primero, la conciencia de inversión, es decir, de un esfuerzo por el futuro, que implica privación de consumos y satisfacciones presentes; el segundo, la conciencia de planificación, para que una transición tan enorme, que afecta a casi todos los aspectos de la existencia, se desarrolle con el menor estropicio posible.
Pero ya de esta breve enumeración de factores podemos colegir que para impulsarlos se necesita un liderazgo coherente y creíble, capaz de conciliar a las personas con el compromiso de inversión en nuevos sistemas, y de hacer que haya una fluidez en la transformación de los medios del vivir.
¿Qué tenemos, en cambio? Implantaciones caóticas, polémicas interminables y una sensación de ejército de Pancho Villa del cambio climático. El ministro de Consumo dice que hay que comer menos carne; el de Agricultura le responde que no genere problemas con el sector cárnico, y el presidente zanja la discusión con la profunda reflexión de que un chuletón al punto es algo imbatible. Mientras, los productores se revuelven por haber sido señalados.
Esta es la manera en que no se deben abordar problemas de rediseño profundo de una civilización en sus aspectos materiales. Los objetivos alimentarios deben estar alineados con el sector primario de la economía, y con los objetivos de salud pública e, incluso, si me apuran, con la política económica y social. Ni se puede negar el impacto ambiental de la producción, distribución y consumo de carne, ni se puede venir de pronto a todo un sector de ganaderos y profesionales con campañas de propaganda oficiales para arruinarlos.
Aparte del pecado mortal de comer un filete incluso fuera de los viernes de Cuaresma, se ha convertido también en anatema poner el lavaplatos antes de medianoche, conducir un coche diésel (sí, aun de aquellos que el propio Gobierno subvencionaba por la eficiencia ecológica de sus motores) o abusar de las ropas de algodón 'low cost' que causan problemas ambientales en Asia. En industria, es pecado tener que usar hornos de alto consumo energético para transformar las materias primas. Estas, cabezonas como la tabla periódica de los elementos, no se dejan hacer por menos, sin embargo, así que plantas enteras están en la disyuntiva de ser insostenibles o económica o ecológicamente. La innovación tecnológica puede ayudar, es cierto, pero tampoco se han de pedir milagros a corto plazo. De ahí la necesidad de una amplia programación de actuaciones y de que se cumpla.
Para Cantabria, todos estos chaparrones torrenciales y dispersos resultan un problema y no de los pequeños. Tiene suficiente tejido industrial, urbano, turístico como para verse afectada por restricciones o exigencias de transformación. No parece, en cambio, que tenga músculo económico bastante para transformarse por sí sola (sin inversiones públicas exteriores, nacionales o europeas, o privadas acogidas a paraguas legales varios). Por otro lado, su relativo aislamiento ha preservado unos valores naturales que pueden entrar en conflicto y hacer insostenible la sostenibilidad. El ejemplo más claro es el conflicto entre el paisaje montañés y los parques eólicos para los que se pretende autorización. Una región más sostenible podría ser algo más fea; no podemos igualar sostenibilidad con paraíso. Los nuevos medios de 'sostenimiento' son eficaces para su función ecológica, pero traen sus propios costes, entre ellos los estéticos y otras pejigueras.
Un ganadero de leche o de carne de las montañas tiene hoy derecho a enfadarse. El Gobierno da rienda suelta al lobo que ataca a sus animales, sube la electricidad de la granja y va a subir también los combustibles con impuestos verdes. Además, hace publicidad para que no se venda el producto cárnico, y de pronto puede autorizar muy cerca de su pueblo o su cabaña unas pistas considerables de acceso a parques de altos molinos de energía eólica que allí se implantarán. Y cuando quiera acudir con su producto a una ciudad, si toma la autovía deberá pagar un peaje de mantenimiento de la infraestructura.
Esta política de medidas erráticas y de asaltos súbitos al ciudadano causa daños económicos directos (como ocurrió con la venta de vehículos cuando se estigmatizó el diésel, o puede suceder ahora con el ministro anticárnico), pero sobre todo es un pobre liderazgo cultural, que puede volver culturalmente insostenible la sostenibilidad.
La transición ecológica de nuestro modo de vida no es cosa de una legislatura ni de tres o cuatro agentes institucionales y sociales. Se trata de una de las grandes mudanzas de nuestra época, y hay que esforzarse por hacerla bien y organizadamente. Para Cantabria, es un proceso con mucho peligro. Sus fábricas, sus villas turísticas, sus granjas, sus barcos pesqueros, sus viviendas, sus vehículos, su comercio, sus montes, sus puntos de generación de energía y, sobre todo, la capacidad de los hogares para mantener un estándar de bienestar y confort vital en medio de toda esa transformación: es vital que todo esto vaya cambiando ordenadamente, pues la comunidad no puede sumar, al declive relativo que viene acumulando en las últimas décadas, un sobredeclive causado por una mala gestión de la transición ecológica. Pues no hay duda de que serán los menos pudientes quienes más lo sufran.
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