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«¿Qué puede haber de malo en la Navidad?», me respondió esbozando una sonrisa antes de abrochar su argumento. «Un poco de familia, estar con ... los amigos, algo de comida preparada con esmero…». Él, tan alejado de lo cursi y en su profunda condición de incrédulo, espera cada año con la ilusión de un chiquillo la carrera que han emprendido a codazos los diferentes municipios con motivo del encendido de los árboles de Navidad. Vive estos días, a sus más de cincuenta, como un niño grande, lo cual no obsta para que escape de cuantas celebraciones huelan a incienso y crucifijo. Entre charlas de café y alguna que otra copa del pacharán que paladea con deleite, le pregunté por lo que muchos podían interpretar como una incoherencia en sus principios –pocos, pero muy claros, condición habitual en las personas que merecen la pena–. «Me gustan estas fiestas y no creo que haga mal a nadie. Me pirra el mazapán, chupar la cabeza de los langostinos y que me regalen bufandas, calcetines y, en ocasiones, hasta algo que verdaderamente merezca la pena. Y, sí, antes de que me lo preguntes, ya te digo que iré a Cartes para contemplar la machada de ese gigantesco árbol».
Comprendí en aquel instante que si Abel ya tenía agendada la visita a Cartes, esta se había convertido en la cita imprescindible para estas fiestas. Un polo de atracción, con toda su exhibición lumínica, del que resultará imposible escapar y del que se beneficiarán bares, restaurantes, comercios y visitantes como Abel, el ateo, el más profundo devoto de las Navidades. En mi caso, admito que las dos primeras tentativas de acudir a Cartes se han resuelto en vano con atascos kilométricos e incursión en cualquiera de los municipios alternativos, que para algo todos se han aplicado con esmero en el reclamo. Pero claro que acudiré, igual que Abel. Al final, ¿qué puede haber de malo en la Navidad?
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Ana del Castillo
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