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Tomé la decisión hace más de veinte años y no me he arrepentido ni por un instante. Vivir en un entorno rural comporta a diario momentos únicos: pasear junto a la senda fluvial del Saja, el sonido de los pájaros por la mañana, pisar descalzo ... la hierba mojada o desayunar en un pequeño porche durante el verano son algunos de los placeres cotidianos que, recisamente por ser gratis, resultan aún más confortables.
Claro que no todo es esa imagen ideal y bucólica. A cambio, invierto más de una hora en el coche para ir y venir a mi puesto de trabajo, con los consiguientes atascos en una saturada autovía que ha multiplicado el volumen de tráfico durante estas dos décadas. Es el pacto de sangre que hice conmigo mismo –y mi familia– del que no reniego en absoluto. Todo lo contrario. Sin embargo, nunca me había sucedido lo de la semana pasada. A 50 metros de mi casa, casi a plena luz del día y con cuatro viviendas pegadas, varios lobos se las arreglaron para zamparse dos ovejas y dejar maltrechas otras dos.
Después de ver cómo quedaron los pobres animales, pensé que quizás cuando oscurece y empieza a hacerse evidente la falta de luz, no sea buena idea dejar a mis perros solos en el césped o sacarles a pasear por el bosque.
Pensé también que hace veinte años adquirí un coche diésel para afrontar esa hora de trayecto con el que ahora resulta que no puedo acceder al centro de algunas ciudades y que el esquema de vida que elegí libremente se está yendo al garete por unos burócratas y vicecomisarios europeos que empeoran mis condiciones de vida y las de otras muchas personas a cambio de hacer carrera en la política. Toman decisiones a miles de kilómetros de aquí, en sus capitales cosmopolitas, pisando moqueta y al calor de un ingente entramado administrativo, creyéndose muy ecológicos por ir un par de días a la semana a trabajar utilizando el carril bici. ¿Qué haremos en el futuro, cuando acaben su vida útil todos esos millones de baterías de litio de los coches eléctricos?
Se lo digo yo. Lo mismo que con los teléfonos móviles, televisiones, ordenadores y toda la chatarra que puedan imaginar: mandarlos en un barco contenedor a países de África como Ghana o el Congo, donde el plomo y el mercurio se han convertido en un elemento más de su basura cotidiana. Ni ellos han generado el problema de los vergonzantes basureros electrónicos ni yo he traído el lobo a la puerta de mi casa. Así es Europa. Un problema que no se ve no existe. Que se vayan al carajo.
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