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Ana Obregón ha desatado el debate en torno a la gestación subrogada, no tanto por esta en sí misma, sino por la edad de la protagonista, convirtiendo la gestación en un capricho egoísta donde prima el deseo de ser madre y la sustitución del hijo ... muerto por una nueva criatura, vinculada a alguien con la edad para ser su abuela. Pero esto no debe apartarnos del debate de su trascendencia y de tener presentes cuatro aspectos fundamentales.
En primer lugar conviene destacar que, a diferencia del aborto, no trata de suprimir una vida, sino crearla. En segundo lugar, el que no existan leyes o sea ilegal no implica que sea necesariamente malo. En tercer lugar, no se trata de un derecho, sino de una opción gestacional. Y en cuarto lugar, aunque parezca artificial, no tiene nada que ver con la creación de seres en laboratorio. Tras estas premisas, nos encontramos ante una situación que puede ser cuestionable éticamente, basándonos en los derechos del niño, el uso temporal del cuerpo de una mujer y en sus aspectos mercantiles.
Pero el uso de la Declaración de Derechos, donde se especifica que no se puede utilizar «con ánimo de lucro», no es válido, por cuanto no hay ganancia económica, como si se tratase de un tráfico de niños. Los hijos nacidos de una gestación subrogada no han sido concebidos para obtener dinero. También la reproducción asistida posee caracteres mercantiles, al estar en gran parte sujeta al potencial económico de los padres y donde se llega a poder elegir el sexo del niño e incluso sus caracteres físicos futuros. Se esgrimirá que la garantiza la Seguridad Social, pero solo en aquellos países donde exista y siempre con la duda ética y económica de si el Estado debe asumir los costos de quienes desean un hijo, como sí tenerlo fuese un derecho.
Igualmente, su componente ético es relativo. A diferencia de la adopción, aquí los padres lo son genéticamente. El vientre usado actúa como incubadora que sustituye la madre gestante y ahí reside su cuestionamiento, al atribuírsele un uso inadecuado de una mujer con aspectos mercantiles. Tanto en ella, como en la adopción, se pierden el vínculo materno durante el embarazo, pero con la gestación subrogada, se garantizan los propios genes y la paternidad y el vientre alquilado actúa simplemente como depositario del nuevo ser, cuidando la salud durante la gestación con mayores garantías que la obtenida mediante la adopción, de la que se desconocen sus cuidados durante el proceso de embarazo o el estado de salud de los padres. Las incubadoras médicas también mantienen una gestación durante meses sin que por ello se pierda el vínculo maternal.
Limitarse a denunciar el uso materialista del vientre de la mujer, como hacen las radicales del feminismo, cuando preconizan «nosotras parimos, nosotras decidimos», es olvidar su desprecio a la maternidad y su habitual defensa del aborto.
El deseo de tener un hijo proyecta la vida hacia el futuro. Como lo hacen la adopción o los tratamientos de inseminación artificial. En ambos se establecen límites de edad y en ambos puede haber «ánimo de lucro» o, cuando menos, un determinado aprovechamiento mercantil sin ningún cuestionamiento ético, e incluso son contemplados como alternativas aceptadas y recomendadas.
Evidentemente, una limitación básica debe venir marcada por la edad de los padres, como garantía de una paternidad responsable, basada en la previsión de vida de los mismos durante la infancia del niño. Esto sí puede considerarse un derecho de la infancia, aunque se dispongan de medios económicos suficientes que garanticen el futuro del niño. Que es, precisamente, lo que se echa en falta con el caso egoísta de Anita Obregón, por no mencionar otro término, cuando califica un acto de enorme trascendencia y responsabilidad, como una simple «necesidad de compañía».
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