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No me gusta criticar a las aerolíneas de bajo coste por una cuestión de principios; o de nostalgia, si se quiere: antes de que aparecieran, viajar era un lujo. En los noventa, cuando yo era estudiante allí, volar a Alemania te salía por setenta mil ' ... pelas'; o sea, diez, quince o veinte veces más caro que ahora.
Y sí, ahora podremos quejarnos de la masificación turística, que en parte será culpa suya, pero ¿de verdad era mejor antes? Vamos, que estas compañías han hecho más por la paz social en Europa que todas las campañas políticas juntas. ¿Qué era eso de que solo pudieran disfrutar de Venecia o de Ibiza los más pudientes?
Cierto que, a cambio, había que soportar algunos inconvenientes, eso sí: nunca olvidaré la primera vez que tomé un vuelo de Ryanair en Parayas, cuando todavía no asignaban previamente los asientos, y en cuanto abrieron las puertas de la terminal todo los pasajeros echaron a correr, y aquello parecía la fiebre del oro.
Pero claro, al César lo que es del César: una cosa es democratizar el turisteo y otra convertirse en salteadores de caminos. Que últimamente estas compañías parecen bancos, abrasándote a comisiones. Te cobran por llevar maleta, por entrar un minutos antes, por sentarte junto a tu familia y no te cobran por respirar porque aún no han encontrado la manera de cuantificar el consumo, pero denles tiempo, y ya veremos.
Las autoridades por fin se han hartado y les han calcado un 'multazo' de aúpa. Y sí, el correctivo se lo tenían merecido pero, ¿qué es eso de sancionarles y punto? ¿No tendrían que obligarles a devolvernos todo lo que han sableado? Eso sí que sería de justicia.
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